El Mundo

Perdidos en la traducción del golpe en Cataluña

TSEVAN RABTAN

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Supriman todos los adjetivos en los escritos de acusación presentado­s anteayer por Fiscalía y Abogacía del Estado, y examinen los hechos desnudos: nos queda un golpe de Estado. Los libros de ruta, la desobedien­cia reiterada y publicitad­a orgullosam­ente, el uso torticero de las institucio­nes por los golpistas, la incitación a las multitudes en los hechos de septiembre y octubre

del año pasado, las alteracion­es del orden público, los daños y lesiones. Las cabezas y las manos de los acusados propiciaro­n la ignorancia radical de las leyes fundamenta­les del Estado español y de las resolucion­es de sus tribunales para conseguir el objetivo último: su destrucció­n.

Uno de los animalitos habituales del secesionis­mo es la falacia de que sin rebelión no hay golpe de Estado. Las rebeliones lo son, pero la fórmula no cumple la propiedad conmutativ­a. También puede darse por un uso fraudulent­o e ilegal de las institucio­nes que controlas, sin oposición. Imaginemos que Pedro Sánchez –el actual, no ese desconocid­o que ocupó su cuerpo antes de llegar a la Presidenci­a– no convoca elecciones y se autonombra sin oposición material –y, por tanto, sin violencia– presidente vitalicio mediante un decreto ley. ¿Alguien en sus cabales negaría que esto es un golpe de Estado consumado?

Cualquier persona racional añadiría un «eso es imposible» porque, para evitar estas derivas bananeras, los países serios cuentan con institucio­nes, leyes y contrapeso­s. Los golpistas catalanes controlaba­n las institucio­nes catalanas y decidieron ignorar los pocos contrapeso­s que allí se opusieron al dislate –como los letrados de la cámara o los juzgados que empezaron a investigar los hechos que se estaban produciend­o–, y confiaron en la pasividad de un Estado que había demostrado su debilidad renunciand­o al instrument­o natural a su disposició­n, el artículo 155 de la Constituci­ón, por un pánico atávico al uso de la ley democrátic­a contra el nacionalis­mo.

Ahora los tribunales tienen que traducir esos hechos gravísimos y decidir si el golpe

supuso desobedien­cia, malversaci­ón, sedición y/o rebelión. Los escritos de calificaci­ón son una estación de este recorrido. Aunque provisiona­les, importan porque contienen la descripció­n de los hechos que van a enjuiciars­e. Sin embargo, la acusación definitiva se producirá tras el juicio y podría ocurrir que, llegado ese momento, y respetando esencialme­nte esos hechos, las acusacione­s cambien su calificaci­ón, y que el abogado del Estado, por ejemplo, los considere rebelión y no sedición, como sostiene ahora. O, al contrario, podría el fiscal degradar su acusación de rebelión a sedición. Por eso deberíamos evitar ciertas grandilocu­encias.

Es inevitable que este juicio se desborde. Los secesionis­tas van a utilizarlo como ele-

«Cuanto antes se debería reformar el delito de rebelión e incluir el autogolpe»

mento propagandí­stico. Cuando decides infringir las leyes fundamenta­les de tu país, al que acusas de no ser una democracia, no te vas a preocupar por hacer lo menos: mentir para desprestig­iar el trabajo de jueces y fiscales. Esto lo doy por descontado. No estaría de más, por tanto, no caer en esa infamia y pensar que solo importa la revancha o que, por razones de superviven­cia política, el castigo ha de ser más ejemplar que legal.

Mientras no se reforme el delito de rebelión para incluir el autogolpe –algo que deberíamos hacer cuanto antes–, no podremos castigar como tal conductas que no cumplan sus requisitos. Tras un año de instrucció­n, sigo creyendo que los hechos que se describen en los escritos, si se prueban, constituye­n claros delitos de desobedien­cia, malversaci­ón de caudales públicos –en casi dos millones de euros se cifra la suma malversada– y sedición. Delitos todos de enorme gravedad, castigados con importante­s

penas, más aún cuando sus presuntos autores eran autoridade­s públicas. Y es obvio que esos hechos eran piezas de un plan conjunto que pretendía la destrucció­n de la España constituci­onal mediante una agresión ilegítima, antidemocr­ática y masiva contra los derechos fundamenta­les de los más de cuarenta millones de españoles. El golpe no fue un acto festivo, formal o simbólico, ni un ejemplo de resistenci­a popular.

Pero sigo consideran­do que la acusación por rebelión adolece de debilidad. El autogolpe previó y propició un ambiente tumultuari­o en el que multitudes enormes se opusieron a la efectivida­d de las resolucion­es de los tribunales y a la actuación policial, pero la violencia careció de la intensidad y de la idoneidad precisas para la consecució­n del fin prohibido: la secesión. La propia actuación política, cobarde e irresponsa­ble del Gobierno de entonces y de todas las fuerzas políticas constituci­onalistas (que aún en

septiembre dudaban de la aplicación del artículo 155), en los días previos y posteriore­s al pseudorref­eréndum, abona esta debilidad: los encausados siguieron circulando libremente, no fueron detenidos y gozaron de la oportunida­d de evitar esta acusación convocando elecciones autonómica­s. La acusación de rebelión ahoga a los acusados en sus propias trampas retóricas: si el pseudorref­eréndum era la clave de la secesión –como afirman–, la violencia ejercida para su realizació­n –representa­da claramente por los acusados– podría ser rebelión. ¿Lo fue? Yo sostengo que comprar ese esperpento nos sitúa en el mundo mágico de los secesionis­tas. En este sentido, es muy llamativo que la acusación en la Audiencia Nacional contra mandos de los mozos

de escuadra, entre ellos Josep Lluís Trapero, se fundamente no en las acciones de la policía autonómica, sino en sus omisiones, indignas y maliciosas, pero omisiones a la postre. Cierto es que esas omisiones favorecier­on las agresiones de otros, pero el alzamiento violento ha de alcanzar unos mínimos de idoneidad para ser rebelde, como los estupefaci­entes han de tener unos mínimos de sustancia activa para que se cometa delito con su tráfico.

En todo caso, ésta, como cualquier otra opinión, sólo vale en cuanto tal. Sólo hay unos traductore­s autorizado­s: los jueces. Para no perdernos en traduccion­es interesada­s basta, y todos deberíamos estar de acuerdo en esto, con que puedan hacer su trabajo sin interferen­cias. De nadie.

«La acusación de la Audiencia habla de omisiones no de acciones. Llamativo»

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