El Mundo

‘CHAVELA’

Se estrena un documental sobre la exagerada vida de la cantante mexicana, icono gay y referencia de Almodóvar

- POR LUIS MARTÍNEZ

Ser Chavela fue una empresa sólo a la altura de la propia Chavela. «Para ser Chavela tenía que ser más macha y más borracha que cualquiera de los chavos que había a su alrededor», se escucha en el documental de Catherine Gund y Daresha Kyi que se estrena hoy y que, como no podía ser de otro modo, responde al nombre de Chavela. La película, presentada en el pasado Festival de Berlín, es antes que un simple repaso de las heroicidad­es, industrias y andanzas de un personaje desmedido, un viaje a lo más íntimo de algo tan íntimo como el dolor. «El dolor forma todo lo que ella hizo. Sin ese sufrimient­o no habría sido quien fue. Transmitía esa pena y la compartía. Transforma­ba su dolor en arte. Ella más que cantante era intérprete. Interpreta­ba sus canciones, les daba alma, las convertía en otra cosa; en algo que dolía», comenta Kyi para dar la perfecta medida de una cinta que es también herida. Como todo lo que tocaba Chavela.

La película empieza en los años 50. Y ya entonces la veinteañer­a que luego fue nonagenari­a (murió en 2012) era ya la misma. Y de una pieza. En un México furiosamen­te macho por irremediab­lemente español quizá, ella se rebela. Se incendia. Contra todos. Viste pantalones, se recoge el pelo, fuma, bebe, vuelve a beber y entona sus canciones de espaldas al exotismo casi tribal de la ranchera al uso. Ni volantes, ni gorgoritos, ni ayayays. Es lesbiana. Pero no lo dice, lo ejerce. «Manifestar­ía su orientació­n sexual de forma abierta ya de muy mayor. A ella no le hacían falta banderas. Era una bandera. El resultado es que ahora mismo todas las lesbianita­s de México la adoran, la reconocen como su símbolo, le agradecen haber sido quien es todavía», comenta la directora. Y le creemos.

Nació en Costa Rica en 1919 con el nombre de Isabel Vargas Lizano. Pero ella, como se dice en varias ocasiones, pronto supo que su destino era México. «Sentí que me estaba esperando», confiesa. Allí conoció y hasta se bebió entero a José Alfredo Jiménez. Aunque quizá fue al revés: fue él el que se bebió a ella. O los dos mutuamente. El caso es que el tequila se hizo alma y habitó entre nosotros. En la cinta la vemos arrastrar la voz, el cuerpo y la mirada siempre triste por la boca, la piel y los ojos manchados de rímel de mil mujeres, de mil garitos, de mil miradas tristes. Y así hasta agotarlas todas. «Una noche incierta, todo el mundo amaneció con todo el mundo y yo con Ava Gardner», dice. Y después de ella todas las demás. Hasta Frida Kahlo fue suya, o al revés, o las dos de las dos. «Me dijo: ‘No te puedo atar a mis muletas y a mi cama’. Y un día me fui», cuenta Chavela que le dijo la mujer de las cejas como «golondrina­s en pleno vuelo». La descripció­n vuelve a ser de Chavela.

Y así hasta llegar a la que fue la gran depresión, el olvido, la coagulació­n necesaria de la mecánica del dolor en el que siempre vivió. «Tan corto fue el amor y tan largo el olvido», se escucha. «El episodio fundamenta­l tanto en la vida de Chavela como en el de esta película fue el hallazgo de Alicia Elena, la mujer que la salvó», dice Daresha Kyi. Recuerda Kyi que con la película ya prácticame­nte acabada, sentía tanto ella como su colega Gund que algo faltaba. «Escribimos a Alicia con la esperanza muy vaga de que nos atendiera. Sabíamos que había sido una de las mujeres de su vida. Y la abogada Alicia Elena no sólo nos recibió sino que nos abrió completame­nte su corazón. Ella es el alma de la película», dice.

Y, en efecto, así es. Tras asistir a la puntual descripció­n de un mito lejano, de repente, la película se introduce en la espesura melancólic­a de la Chavela mujer, la Chavela indefensa, la Chavela que podía ser a la vez miel y granizo. La vemos enseñar a disparar al hijo de Alicia, la vemos extraviars­e por el laberinto de un vida demasiado castigada. «Pero está claro que, pese a todo, ella quería vivir. Ella disfrutaba de la vida. No quería dejarse arrastrar por la muerte y sus recuerdos. Quería seguir cantando», rememora Kyi. No está claro que fuera por los chamanes o por simple y clara tozudez, el caso es que un buen día Chavela dejó de beber y se ofreció a sí misma completame­nte renacida. Y hasta virgen a pesar de todo.

Lo que sigue es la última Chavela. La de los conciertos en Madrid, en la sala Olympia de París y en el mundo. Lo que sigue, para entenderno­s, es la Chavela de Almodóvar. Dice este último que en sus canciones él encontró un espejo. Lo dice mientras suena El último trago, la canción que hiere como un rayo el corazón de La flor de mi secreto. Almodóvar la hizo suya, la protegió, la mimó, la abrió su cine y la posibilida­d del reencuentr­o de nuevo con el público. «De hecho», sigue la directora, «estoy convencida de que fue cosa del destino. A poco que se mire de cerca, Chavela es digno personaje de una película de Almodóvar: trágica y cómica a la vez. Eso y profundame­nte irreverent­e. A veces pienso que son la misma persona, que Chavela no es más que un producto de la fantasía de Almodóvar». Y ahí lo deja.

Cuenta la directora que le hubiera gustado profundiza­r un poco más en la parte más esotérica y misteriosa de su personaje. Y lo dice porque dieron con varias historias mágicas. Curaciones milagrosas. Aparicione­s en lugares imposibles. Chavela, en efecto, es ya mito, el cuerpo de una mitología que empieza y acaba en ella. Ser Chavela fue una empresa sólo a la altura de Chavela. El mito del dolor hecho cuerpo.

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