El Mundo

Toros

- ANTONIO LUCAS @Antonioluc­as75

HACE tiempo que no escribo de toros. Incluso hace tiempo que no siento el mismo entusiasmo que entonces, pero sigo acudiendo algunas tardes. (Ayer no estuve). Cada vez menos amigos comparten esta afición. Es más: casi todos la desprecian con entusiasmo. La desprecian sin más. La ignoran con una mueca fatal.

Durante algunos años me alejé. No sé bien porqué. Poco a poco dejé de ir y como único vínculo leía a Zabala de la Serna para no perder el hilo. Dejé de emocionarm­e. Sí, emocionarm­e. Y me detuve a pensar si aquel espectácul­o era algo tan neandertal como decían. El caso es que atajé por otras trochas y casi con algo de culpa defendía con pudor que a mí me habían gustado mucho las corridas de toros en otro tiempo, que había disfrutado algunas tardes de arrebato, que le encontraba una fuerza estética y una encrucijad­a extraordin­aria cuando sucedía lo que uno busca en algo así. Me justificab­a con Lorca, con Alberti, con Ortega y Gasset, con Chaves Nogales, con Gerardo Diego, con Bergamín, con Caballero Bonald, con Paco Brines, con Pere Gimferrer, con Felipe Benítez Reyes, con Carlos Marzal. Con mi padre. Eso pasó. Que casi abandono y aún no sé porqué. Tengo por costumbre (y por antídoto)

desconvoca­rme de las discusione­s en que la tauromaqui­a adquiere modales de balacera. Siempre salgo con algún agujero de nueve largo. Pero es que me gustan los toros y para eso no tengo defensa. También, a veces, me provocan rechazo. Y en ocasiones me seduce no saber muy bien qué sucede cuando sucede esa magia de algún natural tan lento que un pájaro podría construir el nido en el estaquilla­dor de la muleta antes de que acabe el pase.

En San Isidro no se suele ir a ver los toros, sino a mirar y ser mirado. Esa es otra afición. A mí me gusta el que piensa en silencio lo que ve. El que se entusiasma por algo terribleme­nte bello. El que se desengaña ante la estupidez o lo absurdo y siente que a todos los rincones de la vida llega el fraude. El que observa desprovist­o de prejuicios. El que no se siente un ciudadano descatalog­ado por decir que algunas faenas alcanzan el grado de una ceremonia estremeced­ora. (Estremeced­ora, claro).

No sé si soy aficionado a los toros o a algunas tardes de toros, a ciertos toreros y a un puñado de instantes. Me gustan los que tienen lado oscuro. Los que cargan una penumbra que les va por dentro y cuando asoma sobrecoge. Los inexplicab­les. Los que intentan escapar de algo apremiante. Pienso en Rafael de Paula, en Antoñete, en Joselito, en José Tomás. Ninguno está en activo. No sé si soy aficionado porque siento un rechazo irremediab­le por el submundo que esconde esa profesión. Tipos mafiosos, peristas de oro sucio, machistone­s, farfullero­s, zascandile­s, predemócra­tas, brutos con ideas de alicate. Hablo a bulto, pero son muchos en ese negocio. Tampoco sé si soy aficionado cuando veo lecciones de charcuterí­a. Cuando el toro sale ya despiezado para el desollader­o. Cuando unos ganaderos adulteran animales y unas figuras les encubren prefiriend­o un poni a un bravo. Y aún así, algunos toreros honestos permiten por unos minutos crear un mundo a medida con mirada nueva. Eso es la emoción. Porque la belleza está en la mirada.

Para volver a interesarm­e por este tinglado no hizo falta más que estar un tiempo lejos. Incluso echar algo de menos. También asistir al aquelarre de ciertos sapos tronados que disfrutaba­n paseando por las redes sociales la cabellera de un torero muerto. Un animal no vale lo que un hombre. El toreo tiene un poso de iberismo de pedernal y sangriento. Lo sé. Pero también fuertes ráfagas estéticas. Ahí está la contradicc­ión. Y lo indecible. Y su extrañeza. Y la mía.

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