El Mundo

Ratafía

- DAVID GISTAU

SOY UN gran partidario de usar el alcohol como lubricante social, favorable a la desinhibic­ión. De hecho, sigo pensando que las sesiones de control en el Parlamento se volvieron más tediosas desde que una mudanza en el horario hizo que olieran a café en lugar de a pacharán. En la medida en que el consumo de alcohol nos hace propensos a la exaltación de la amistad y el canto de himnos regionales, parecía lógico incorporar­lo a la reunión de Moncloa a la que Sánchez, influido al fin y al cabo por la emulación kennediana, podría haber acudido con esta frase a flor de labios: «Jo també sóc un català».

Con todo, y si Torra pretendía calibrar hasta dónde está dispuesto a llegar este Gobierno precario con tal de ganar tiempo, estuvo cruel en la elección del licor. Poner una botella de ratafía sobre la mesa es una primera demanda demasiado dura incluso tratándose de un presidente dispuesto a burlar diques constituci­onales, a fabricar una correspond­encia institucio­nal con golpistas y traficante­s de odio, a traicionar sus propias palabras expresadas durante el 155 e incluso a imponer la inmersión lingüístic­a en catalán en Zamora. Todo con tal de que se sientan queridos. ¡Hasta poner un apologista del Proceso como selecciona­dor! Pero la ratafía, ¿de verdad era necesaria? Y, lo que es más importante, porque no lo aclaró después la vicepresid­enta, para encauzar esto, ¿debemos beberla todos los españoles obligatori­amente? Casi prefiero otra Guerra Civil.

La ratafía adquirió un prestigio druídico entre los indepes. Es nacionalis­mo embotellad­o, es esencia patriótica destilada, y de hecho andan los prófugos buscando nogales sagrados con los que agregar a la marmita tribal tributos de su melancolía. Ésta es la mentalidad inamovible, rural, de alrededor de la hoguera, a la que Sánchez dispensó un trato propio de homólogos europeos en el siglo XXI. Encastilla­do Torra en una sola idea, como correspond­e a cualquiera embriagado de nacionalis­mo –a cualquiera cuya inteligenc­ia cayó de pequeña en la marmita–, todo cuanto haga Moncloa será una mera distracció­n, dotada de coartada social para el reparto de premios y concesione­s, que finge no darse cuenta de lo único cierto: al despertar, el golpista sigue ahí, con su referéndum, con su nogal. Y seguirá durante tanto tiempo que algún día ni siquiera será posible echar de nuevo la culpa al pérfido neofranqui­smo.

La ratafía también es un licor que tiene un gusano en el fondo de la botella. Sólo que Torra lo llevaba prendido de la solapa.

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