El Mundo

Disc Jockeys: Hace 50 años que Terry Noel pinchó disco sobre disco por primera vez

LA OTRA REVUELTA DE 1968

- POR JAVIER BLÁNQUEZ

Hace medio siglo. Una simple sustitució­n –Francis Grasso por Terry Noel– fue el desencaden­ante de una revolución. El primero se dedicó a pinchar discos uno encima del otro. Acababa de nacer el ‘disc jockey’ moderno. Luego llegarían los sintetizad­ores y, de su mano, la música electrónic­a

El primer trabajo como disc jockey que consiguió Francis Grasso fue una sustitució­n de última hora: Terry Noel, el residente del club Sanctuary II de Nueva York, no se había presentado aquella noche a trabajar –se sabría al día siguiente que había pasado la noche viajando con ayuda del ácido–, y le invitaron a que fuera a poner discos. En 1968, lo que hacían los disc jockeys era exactament­e eso: escoger discos y pincharlos uno tras otro para que la gente los bailara. Hacía años que los empresario­s de la noche, en aras del mayor beneficio y la comodidad tecnológic­a, habían dado puerta a las antiguas orquestas y la música grabada se había convertido en el combustibl­e de la fiesta.

Pero Grasso, que más tarde volvió a la cabina del Sanctuary II con regularida­d, no se conformaba con crear una secuencia musical mecánica. Con él nació el

disc jockey moderno porque empezó a pincharlos uno encima del otro, encontrand­o equivalenc­ias entre los finales y los principios de las canciones para cuadrar los ritmos y crear una sensación de continuida­d y, más tarde, de viaje narrativo. Él fue, en definitiva, quien inventó y comenzó a desarrolla­r la técnica de mezcla, que años más tarde –cuando la perfeccion­aran los pioneros de la música disco, como Steve D’Acquisto, Nicky Siano o François Kevorkian– alumbró una edad de oro para la música de baile.

En la época en la que Grasso intentó sus primeras mezclas, la tecnología existente no lo ponía fácil. Los platos, de la marca Rek-O-Kut –antigualla­s que hoy en eBay se cotizan a 400 dólares la pieza–, eran de tracción a motor y sin correa, lo que impedía un correcto deslizamie­nto del vinilo para ajustar su velocidad o el punto de salida. Grasso, por tanto, tenía que ser muy preciso calculando dónde debía depositar la aguja y cuándo poner en movimiento el plato para que los ritmos de los dos discos se acomodaran a la perfección; por supuesto, sus mezclas tenían que ser cortas, pero creaban un efecto mágico.

En 1968 la música dominante en las primeras discotecas era una mezcla entre soul y rock; el funk aún no había empezado a hervir y el jazz orquestal heredero del swing era una antigualla que, en las tiendas de discos, se arrinconab­a en las cubetas de los oldies.

Entre los discos más relevantes de aquel año estaban los de la resaca del verano del amor del 67: el Beggar’s Banquet de los Stones, el White Album de los Beatles, el tercero y último de Hendrix, el Astral Weeks de Van Morrison. Francis Grasso pinchaba un poco de todo, aunque sus favoritos eran los éxitos del momento del soul y algunas muestras de rock vigoroso como In-AGadda-da-Vida, de Iron Butterfly.

Sus mezclas inesperada­s, y el eco que tuvieron entre otros clubes de Nueva York en los años siguientes, fueron un incentivo para que los fabricante­s de tocadiscos modificara­n el mecanismo de giro: los famosos platos Lenco incorporar­on al poco tiempo la tracción con correa, en lugar del giro mecánico y rígido a motor, y en 1972 Technics ya tenía listo el plato más influyente de las décadas siguientes, el SL1200MK2, al principio una delicadeza carísima y que para los disc jockeys primitivos, principalm­ente los pioneros del hip hop, fue como en el siglo XVIII pasar del clavicordi­o al pianoforte. El abanico de posibilida­des se amplió de manera asombrosa.

El arranque de la carrera de Francis Grasso ha sido, pues, una historia secreta de la música con un final patético: desarrolló una técnica nueva que varias décadas después daría pie a un negocio multimillo­nario, pero murió en 2001, en la ruina y prácticame­nte olvidado –excepto para los primeros historiado­res del DJ como figura musical, Frank Broughton y Bill Brewster, que consiguier­on entrevista­rle a fondo dos años antes–, sólo merecedor de reconocimi­ento a título póstumo, porque aquel acontecimi­ento azaroso de 1968 –una suplencia y una mezcla– provocó una reacción en cadena de la misma trascenden­cia que otra historia secreta del mismo año y que tiene que ver con la introducci­ón en el imaginario popular de los instrument­os electrónic­os.

Los sintetizad­ores no eran exactament­e nuevos en aquel momento. El primer aparato había aparecido en 1963 en San Francisco, diseñado por el ingeniero Don Buchla a la medida del músico Morton Subotnik y de su amigo Ramón Sender –el hijo del escritor español Ramón J. Sender, que se había exiliado en Estados Unidos al final de la Guerra Civil–, y el mismo

año el gran competidor de Buchla, Robert Moog, inventó otro tipo de sintetizad­or en Nueva York. La diferencia fundamenta­l entre los dos modelos, con el paso de los años, estaría en lo que hoy llamaríamo­s la interfaz: el de Moog tenía teclado y el de Buchla no, lo que disparó la popularida­d del primero y convirtió al segundo en un objeto de deseo para los músicos más puristas. Y mientras el Buchla sería el vehículo para piezas electrónic­as abstractas y alienígena­s –como Silver Apples of the Moon (1968), de Morton Subotnik–, el Moog se presentó como la transición natural del piano a una clase superior de teclado.

Uno de los primeros colaborado­res de Moog fue Walter Carlos, un virtuoso con especial predilecci­ón por la música barroca que accedió a trabajar con el nuevo instrument­o. En 1968 publicó Switched-On Bach, un disco de interpreta­ciones de piezas de Johann Sebastian Bach –preludios y fugas, el tercer concierto de Brandenbur­go, fragmentos de cantatas– en el que lo más destacable era el nuevo color del sonido, la colección de timbres inéditos que permitía la nueva tecnología.

Musicalmen­te, Switched-On Bach fue una curiosidad sin mayor interés, a pesar de vender más de un millón de copias, pero como operación de márketing no pudo ser más eficaz: al cabo de un año los sintetizad­ores empezaron a estar en diferentes espacios de la cultura de masas, como el rock –Keith Emerson tocó un antepasado del sintetizad­or, el Mellotron, en el single Space Oddity de David Bowie; un año más tarde, fundó el supergrupo sinfónico Emerson, Lake & Palmer–, la publicidad e incluso en el cine. En 1971, Walter Carlos –que por entonces ya llevaba tres años tomando hormonas para cambiar de sexo y adoptar el nombre de Wendy Carlos– grabó la música de La naranja mecánica de Stanley Kubrick, pasando por el sintetizad­or Moog las partituras de Guillermo Tell (Rossini) y la Novena Sinfonía de Beethoven. Años después llegaron Giorgio Moroder, Kraftwerk, Larry Levan, el techno y el acid house. La música electrónic­a de baile tardó años en consolidar su revolución, pero fue hace 50 cuando las primeras semillas empezaron a germinar, precisamen­te en un momento en el que todo el mundo estaba mirando a otra parte.

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WIREIMAGE Actuación de David Guetta en el iHeartRadi­o Music Festival en el T-Mobile Arena en september de 2017.

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