El Occidental

“…la patria en flor soberana…”

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Cómo fue, no se decirles cómo fue... no se explicar lo que pasó…’, pero la verdad es que ocurrió de pronto; como un viento suave y fresco en el rostro en día caluroso; como un poco de sol sobre un lago de agua helada…

… Como el tronido de los dientes al morder una alegría de amaranto llena de miel; como el sabor de las quesadilla­s de flor de calabaza; como cantar una ranchera en “noche de luna plateada” …; como un vaso de agua de horchata con tuna y nuez, según los cánones de mi tierra oaxaqueña… Eso es… Como cuando uno brinca de gusto al ver ahí lo más querido en el corazón y en las entendeder­as.

El primer contacto que tuve con mi sentirme mexicano hasta las cachas fue la noche del 15 de septiembre de algún año ya perdido en el infinito de los recuerdos. De hecho me lo inoculó madre. Fue una tarde feliz, como ya no las hay.

Primero una tarde de cine –con “la Jefa de la casa” y los hermanos–, la que comenzó a las 4 de la tarde con películas rancheras, de hombres de a caballo con sombrero texano y pistola al cinto, los que pelean para hacer justicia campirana y por el amor de una muchacha guapa que al caminar lo hace como si estuviera sentadita…: “El Látigo Negro”, “Vuelve el Látigo Negro”…“El Zorro Escarlata” …“Juan sin miedo” …

Luego camino a los taquitos, me compraban un sombrero que era de cartón y con una leyenda al frente “Adiós cuñado”, o algo así. Un antifaz a lo Zorro Escarlata y ya luego mi caminar tipo vaquero. De pronto madre proponía que fuéramos al Zócalo para ver “la quema de castillos”. ¿Qué era eso? ¿Quemar castillos? –preguntaba a mí mismo, en silencio–… Y me imaginaba castillos de reyes y reinas sometidos al fuego…

Pero no, no y no. Eran aquellos fuegos artificial­es inolvidabl­es luego del Grito presidenci­al en el que se exalta a la patria, se sacude la campana y se enaltece ese símbolo que “en sus colores aloja la patria en flor soberana”.

Para entonces mis hermanos y yo ya teníamos en las manos una pequeña bandera tricolor hecha de papel y con una asta que era más delgada que un lápiz sin goma. El escudo nacional ahí, en medio del fondo blanco. Un águila bravía que devora una serpiente sobre un nopal que nace en alguna parte del lago en el que habría de fundarse la gran Tenochtitl­an, según reza la leyenda…

Amar a la patria era parte de la formación escolar. Era parte de la clase de “civismo”. Pero también, y en este amor patrio, era amar a sus símbolos, al Himno Nacional y por supuesto al “Lábaro Patrio” que es decir, a nuestra bandera mexicana: “Verde, blanca y roja”.

Era un altísimo honor ser parte de la escolta escolar que llevaba, cada lunes, a la bandera que habría de colocarse en la asta del patio de la escuela. Se hacía de forma archi-solemne y escogían a niños de distintos grupos que hubieran obtenido las más altas calificaci­ones recientes. Ser parte de la escolta era al mismo tiempo un orgullo, una responsabi­lidad, un sentimient­o amoroso por formar parte de una patria (que viene de “padre”) a la que hay que querer y defender.

Luego, con toda solemnidad la directora de la escuela ataba a la bandera a cordones y la elevaba por la asta, hasta que estuviera en la cúspide, flotando gustosa, jugando con el viento y mirándonos a todos, niños ahí, quietos, respetuoso­s, amorosos… ¡Era nuestra bandera! Decíamos con orgullo.

Pero sobre todo estaba puesta ahí la semilla del amor al país, a nuestro México que era ejemplo de felicidad, de prosperida­d, de alegría, de trabajo, de lucha, de historia, de cultura, de futuro… Todo ahí en ese lábaro.

Todos los países tienen una bandera. Todas las más hermosas para cada uno. No sólo por su diseño que va a tono con las aspiracion­es de cada nación y sus etapas históricas. Todas representa­n el ideal de patria, el pasado y el presente, como también el futuro y su defensa para preservar al lugar de origen, el lugar propio y único en el que conviven

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