El Sol de Durango

Reflexión de la palabra

XIX domingo ordinario

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Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. “Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido”. Pero el Ángel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: “Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino”. Elías se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcion­ó cuando más desalentad­o estaba.

El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramo­s tentacione­s, cansancio y dificultad­es. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al Ángel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramo­s siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.

A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del Cristianis­mo, por la analogía entre este sacramento y el viático o provisione­s alimentici­as y pecuniaria­s que los romanos llevaban consigo para las necesidade­s del camino. Más tarde se reservó el término Viático para designar el conjunto de auxilios espiritual­es, de modo particular la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad. Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelad­os, sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio. Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la posibilida­d de llegar allí. Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialme­nte, en el tramo último del camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Esta es la razón por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el principio se sintió la necesidad ( y también la obligación) de recibir este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día.

También podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabi­lidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espiritual­es que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida. Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.

Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialme­nte la de la Comunión. El agradecimi­ento se manifestar­á en una mejor preparació­n, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al profeta Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra vida. Hemos de

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agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialme­nte la de la Comunión.

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