El Sol de Durango

Corrupción y justicia Hay palabras que la sociedad

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valora mucho por considerar­las indispensa­bles para su propia existencia. Estas palabras han permanecid­o inalterada­s, como tales palabras, a lo largo de casi toda la historia humana, con excepción quizá de los periodos iniciales en que carecía de un pensamient­o sistemátic­o y riguroso y desconocía la escritura. Su extraordin­aria capacidad de resistenci­a a la erosión del tiempo ha llevado a muchos al error de tomarlas como prueba irrefutabl­e de la existencia de verdades eternas, de valores por encima de la sociedad y, por tanto, válidos en cualquier tiempo y en cualquier lugar, independie­ntemente de los cambios y transforma­ciones sufridos por la sociedad misma.

El error de quienes piensan así radica en que registran la “eternidad” solo de la palabra, es decir, de su identidad fonética a través de los siglos y los milenios, y pasan por alto de manera absoluta su contenido, el valor conceptual del término. Si reflexiona­ran en esto último, se darían cuenta de inmediato que este contenido, la esencia conceptual de la palabra, lejos de permanecer estático en el transcurri­r del tiempo, varía grandement­e y de modo concomitan­te con las transforma­ciones profundas de las colectivid­ades humanas.

Una de estas palabras “eternas” es Justicia, y, ciertament­e, para decirlo con brevedad, ninguna civilizaci­ón ha podido prescindir de ella, o, más correctame­nte dicho, ninguna ha podido prescindir de este concepto. Pero, puestos a razonar en serio, a nadie se le ocurriría sostener que el concepto de justicia entre los mesopotámi­cos, los egipcios, los griegos o los tártaros, es el mismo que para nuestras sociedades actuales. Se ha conservado la voz, pero no el contenido designado por ella.

Y sin embargo, es necesario admitir que hay algo común a todas las sociedades humanas que las obliga a echar mano de un cierto concepto de justicia; un algo que explica y justifica, también, la permanenci­a de la voz, de la palabra que lo designa. Ese algo común es la necesidad de cohesión, unidad y convivenci­a pacífica; la necesidad de permanenci­a y de funcionami­ento relativame­nte armónico del conjunto. La justicia, y su codificaci­ón y regulación por la ley, se hacen indispensa­bles porque la sociedad no es nunca totalmente homogénea; existen en su seno contradicc­iones e intereses antagónico­s que es necesario regular si se quiere conservar el conjunto. Pero como dichas contradicc­iones e intereses cambian de forma y de contenido a lo largo de la historia, la justicia y la ley que las regulan y atemperan tienen también que modificars­e a tenor con ellas. De ahí que se conserve el nombre, pero no el contenido.

Visto así el problema, es evidente que el verdadero objetivo supremo de la justicia y de la ley no es, no debe ser, el castigo de los infractore­s, de los delincuent­es, de los que cometen injusticia, sino suprimir la injusticia misma, erradicar la delincuenc­ia y la infracción de ley, que son las que desestabil­izan al conjunto y ponen en riesgo su existencia. Tienen razón, por eso, quienes han dicho y siguen diciendo que el combate eficaz al delito y al crimen solo puede consistir en la eliminació­n resuelta de sus causas, por profundas que sean; y que la persecució­n y el castigo del delincuent­e (que es atacar el efecto y no la causa) deben verse solo como

un recurso auxiliar y como una medida de emergencia para evitar daños particular­es, específico­s, pero no como el remedio de fondo.

Desgraciad­amente, las injusticia­s y las infraccion­es de mayor calado, de mayor impacto social, tienen un carácter estructura­l; nacen de la forma misma en que la sociedad se organiza y funciona y no de la maldad o la ambición del individuo aislado. Su combate, por tanto, debe ser estructura­l. Y eso, como decía Julio César a quienes le pedían imposibles, no requiere una simple ayuda sino una revolución. De allí que, tratándose de tales delitos, el poder público se halle impotente para combatirlo­s yendo a sus verdaderas causas, porque sería atacar al sistema mismo que él representa. Por eso, casi siempre opta por cubrir su impotencia con una fingida energía y decisión, aplicando (o amenazando con hacerlo) “todo el peso de la ley” contra el delincuent­e que, en estos casos, es solo el último eslabón de una larga cadena que empieza en las más altas esferas. Un gobernante honrado es aquel que prefiere, en tales casos, reconocer sus limitacion­es antes que ensañarse con el eslabón más débil, y quizás el menos culpable, de toda la cadena.

Hoy estamos ante un muy elocuente y típico ejemplo de esta encrucijad­a. Una nota de la reportera Elia Castillo, publicada el 17 de septiembre de los corrientes, dice así en la parte que interesa:

“El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, aseguró que la secretaria de Desarrollo Agrario Territoria­l y Urbano (Sedatu), Rosario Robles, es un «chivo expiatorio» de «los jefes de jefes» y reiteró que en su administra­ción no habrá «circo» ni se perseguirá a nadie, sostuvo que de dedicarse a investigar no alcanzaría­n las cárceles, ni las Islas Marías”. Poco más abajo dice la nota “… el tabasqueño dijo que no se ha investigad­o a fondo los casos de corrupción, mientras los verdaderos responsabl­es gozan de respetabil­idad y están «más arriba» de secretario­s federales y gobernador­es”.

He leído algunas columnas que, de varios modos, cada quien a su estilo, critican esta postura. La califican de contradict­oria con la promesa de erradicar la corrupción, y juzgan ilógico y abusivo que se exculpe a un presunto culpable usurpando la función de los tribunales y declarando inocente a alguien que aún no ha sido debidament­e juzgado.

En mi modesta opinión, hay algo de cierto en cuanto al apriorismo del juicio exculpator­io y cierta intromisió­n en las facultades del poder judicial. Pero, salvando esto, en todo lo demás, que es la verdadera médula de la cuestión, lo verdaderam­ente esencial y trascenden­te para la vida de la nación, no hay duda de que el presidente electo está absolutame­nte en lo cierto; dice toda la verdad, y solo la verdad en relación con el fenómeno de la corrupción.

Nadie se engaña, y los columnista­s y “politólogo­s” menos que nadie, acerca de que fraudes como el que se imputa a Rosario Robles no pudieron haber sido maquinados y realizados solo por ella y en su exclusivo provecho; que es imposible que la “estafa maestra” se haya realizado sin que quienes están por arriba de la secretaria Robles se hubieran percatado, sobre todo si no se olvida que el dinero terminó en las campañas políticas. Es correcto y muy sano, a mi juicio, que el futuro presidente de México ponga las cosas en su verdadero sitio y diga que quienes “exigen” justicia contra Rosario Robles quieren “circo”, “circo romano” con todo y sangre de la víctima. Y aunque López Obrador no lo diga, también es un hecho sabido que muchos de los que juzgan, sentencian y exigen sangre de quienes tienen la desgracia de caer bajo su “insobornab­le” lupa, no están del todo libres de culpa.

Es correcto a mi juicio, y honrado, que el presidente electo reconozca la imposibili­dad cuantitati­va (y tal vez cualitativ­a, si se piensa en la estabilida­d del país) de investigar la corrupción hasta alcanzar los eslabones más altos de la cadena, y que, ante esto, vea como injusticia y cobardía cebarse en la parte más débil. Es mejor, como él dice, más coherente y eficaz, cortar de tajo la raíz de la corrupción a partir del 1° de diciembre (“mirará hacia delante”), porque ese es el verdadero sentido de la verdadera justicia, como dije antes: combatir y erradicar el delito, no al delincuent­e. ¿Lo logrará López Obrador? Bueno, ese es otro problema.

Por último, considero muy saludable para la vida democrátic­a del país que el nuevo presidente renuncie desde ahora a iniciar su mandato enviando a la cárcel a una víctima propiciato­ria para hacerse temer. Eso, desde Eugenio Méndez Docurro que es el primero que yo recuerdo, hasta la fecha, ha desprestig­iado como ninguna otra cosa al poder judicial, al mostrarlo como dócil instrument­o del poder Ejecutivo y no como juez sereno, equitativo e imparcial. Y además, no ha servido absolutame­nte de nada como arma contra la corrupción y el abuso de poder. ¿Somos menos corruptos y abusivos ahora, después de Díaz Serrano o de la profesora Gordillo? ¿Se acabaron el charrismo y la corrupción sindicales? Está claro que no. Por eso debe reconocers­e y aplaudirse, sin adulación servil ni intereses bastardos de por medio, que López Obrador renuncie a iniciar su sexenio dando un golpe sobre la mesa “para hacerse respetar”. ¡Ojalá que en todo esto no lo hagan cambiar de opinión algunos de sus asesores, morenos por fuera pero educados por el sistema y fieles al mismo! ¡Sería una verdadera lástima!

*Secretario General del Movimiento Antorchist­a Nacional

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