Recomenzar desde Cristo La misión no ha cambiado
y, aunque las dificultades para realizarla siguen siendo tantas, no deben cambiar tampoco el entusiasmo y la valentía que tuvieron los primeros cristianos. El espíritu, que es también el mismo, continúa impulsando las velas de la iglesia para que sigamos remando mar adentro.
Pese a todo y por encima de todo lo que acontece, de los vientos contrarios y de las tormentas que parecieran hacer zozobrar la barca, seguimos confiando en que Jesús esta en ella y que como desde hace más de dos mil años, él seguirá guiándola a un puerto seguro.
Las especiales características del mundo de hoy le exigen a los evangelizadores nuevas modalidades y nuevas respuestas, si se quiere ofrecer a cada persona y a toda la sociedad un verdadero anuncio de esperanza. La secularización va modificando convicciones y costumbres y no esconde su propósito de excluir a Dios de la vida pública.
Avanza el fenómeno de la fragmentación que asume la realidad sin una visión de conjunto. No faltan católicos que se sienten miembros de la iglesia, pero el enfoque que tienen de la vida no corresponde al Evangelio. La iglesia está llamada a repensar profundamente y relanzar con fidelidad y audacia su misión en las nuevas circunstancias mundiales. No puede replegarse frente a quienes sólo ven confusión, peligros y amenazas, o de quienes pretenden cubrir la variedad y complejidad de agresiones irresponsables.
Se trata de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra historia, desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros. Ello no depende tanto de grandes programas y estructuras, sino de hombres y mujeres nuevos que encarnen dicha tradición y novedad, como discípulos de
Jesucristo y misioneros de su reino, protagonistas de vida nueva ( Cfr. DA 11).
No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados.
Nuestra mayor amenaza “es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad“. A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” ( DA 12).
La iglesia debe encontrar nuevos caminos para transmitir la forma de ser y de vivir que nos trajo Cristo, sin la cual la existencia personal queda privada de horizontes y posibilidades esenciales y la sociedad no logrará armonizar total e integralmente todas sus fuerzas en orden a una meta común en la historia.
Hay que llevar a una comunión y a una participación reales a los católicos no sólo para que no vivan la fe como algo añadido a la existencia o que se usa sólo en ciertas ocasiones, sino también para que emprendan con vigor y audacia la tarea misionera.
La familia, la escuela y la parroquia no siempre están transmitiendo la fe. Por tanto, hay que convocar nuevos apóstoles y promover procesos concretos de formación para jóvenes y adultos, que den no sólo conocimientos, sino que enseñen un modo de vida que permita estar alegres y aportar la luz y la fuerza que necesita la transformación del mundo.
La iglesia existe para actuar como fermento y alma de la sociedad. Pablo VI decía: “Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la iglesia evangelizará al mundo”.
La dicha y la necesidad de ser misionera abren nuevos horizontes a nuestra iglesia que, queriendo “recomenzar desde Cristo”, debe recorrer un camino de maduración que la capacite para ir al encuentro de toda persona, hablando el lenguaje cercano del testimonio, de la fraternidad y de la solidaridad. Por tanto, esforcémonos por ser una iglesia viva, fiel y creíble, que se alimenta de la palabra de Dios y de la Liturgia y que está al servicio del reino de Dios.
Propongámonos renovar las parroquias para que alimenten la fe con procesos serios de evangelización y despierten en todos los gozos de ser apóstoles.
Busquemos ser cristianos alegres, abiertos a los demás y coherentes con el compromiso de vivir como discípulos- misioneros de Jesucristo. Trabajemos porque los pastores sean un signo personal y límpido de Cristo que se entrega hasta dar la vida por los que les han sido confiados.
Promovamos un laicado maduro, con disposición a la formación permanente, corresponsable con la misión de anunciar el Evangelio. Reforcemos, con entusiasmo y esperanza, la acción pastoral, teniendo una opción preferencial por los jóvenes, las familias y los pobres.
La iglesia existe
para actuar como fermento y alma de la sociedad. Pablo VI decía: “Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la iglesia evangelizará al mundo”.