El Sol de Durango

Viaje con la muerte

- ALBERTO SERRATO

La enfermedad es un enemigo silencioso. Arrastra de un día para otro a la tumba, pero en los cuentos de horror y quizá en la realidad existen seres de ultratumba dispuestos a brindar ayuda para evitar la muerte de un ser amado, pero el precio puede ser incluso tu vida misma.

La tarde en que murió su padre, Davis se encontraba sumergido en la oscuridad mental y también en la de su habitación, escuchaba un poco de rock duro, deslizaba su dedo índice en la nada y al mismo tiempo en el todo de su Smartphone. La ventana contigua a su litera, dejaba entrar un poquito de luz en su cuarto, pero él trataba de evitarla, no por necesidad alguna, sino porque desde un año atrás, se había tomado muy en serio el mundo del metal gótico, y digo muy “en serio”, porque comenzó a vivir como una especie de vampiro moderno, con maquillaje negro en los ojos, cabello hasta las quijadas, pantalones “asfixia testículos”, música densa durante la mayor parte del día y chamarras de piel, muy a lo actor rebelde de algún filme contemporá­neo, según él, tenía el sueño de ser una estrella de rock.

La ventana parecía la de una casa de terror de feria barata, pues estaba cubierta con un trozo de satín negro sujeto de un extremo del televisor y del otro a la base de la litera. Detrás de la tela, tenía pegada una esponja para aislar el ruido, según él eran los elementos necesarios para rechazar los rayos del sol y el bullicio provenient­e de su querido Pueblo Norte. Eran las siete de la tarde y el cuarto ya parecía un ataúd bajo tres metros de tierra. Con penas su teléfono alcanzaba a iluminar un póster de una banda de metal posada sobre lápidas y cruces resquebraj­adas de un cementerio. Escuchó más de cuatro discos de rock duro a todo volumen y Davis sintió un chillido dentro de los tímpanos por culpa de las rítmicas agudas, pensó sin sentido en un duende silbando adentro de su cabeza. El chico pinchó el botón de stop y se quitó los audífonos. Se recostó sobre la cama y sin aparente razón tuvo una mala sensación, algo parecido a un presentimi­ento, su corazón comenzó a latir, se puso de pie, encendió la luz y sintió el deseo de mirar por la ventana, abrirla, saltar y correr a la nada, pero se contuvo, al fin y al cabo, un vampiro rockero no tiene sentimient­os, pensó. Caminó sonriente, pero en el fondo inseguro, dio un par de vueltas en la habitación, luego hizo su papel gótico a un lado, abrió la puerta y giró la perilla, el tic tac del reloj cucú ubicado en la planta baja, retumbó en toda la casa. Davis lanzó un gritó nervioso a su madre, pero ella aún se encontraba trabajando en una empresa dedicada al equilibrio de las cuentas financiera­s de un corporativ­o de neumáticos en el Pueblo Sur. El chico escuchó como respuesta el eco de su voz, sintió escalofrío­s, se metió las manos a los bolsos, encogió los hombros, agitó inconscien­temente su respiració­n, luego intentó recuperar la calma, pero el teléfono sonó.

Corrió de inmediato a las escaleras, de tres saltos llegó a la planta baja. El cuarto timbre estaba por sonar junto con el tic tac del reloj, pero Davis levantó la bocina, esperando escuchar alguna voz humana que disolviera el miedo irracional dentro de su ser.

–Hola.

–Que tal, me comunico del grupo de incidencia­s del 911. ¿Es usted familiar del señor Richard Murnich?

–Si, es mi padre –Contestó Davis a la voz femenina que se distorsion­aba entre bullicios provenient­es de la bocina telefónica.

–Es necesario que acudan al centro de servicios municipale­s, ¿es usted mayor de edad?

–Tengo 22 años, señorita, ¿me puede decir qué sucede? –Un silencio se prolongó entre ellos dos, a excepción de los rumores y tecleos provenient­es del auricular de Davis.

–Su padre tuvo un accidente fatal, desgraciad­amente ha muerto.

–Davis sintió un mareo y ganas de vomitar, sus ojos se desorbitar­on por unos segundos. El silbido dentro de sus oídos desapareci­ó por completo y en la llamada solo se alcanzó a percibir un hueco mental incomprens­ible para la mujer del 911, para Davis, para mí y quizá también para ti, confundido lector.

Un “lo siento” fueron las últimas palabras dentro de esa llamada. Davis colgó el teléfono, pero, en realidad, no había entendido ni asimilado aún la horrible noticia. Sintió deseos irracional­es de lanzar una carcajada e irse a escuchar un poco de rock duro, a fin de cuentas, él juraba que su corazón era una piedra negra y sin sentimient­os, pero lo único que pudo hacer fue enviarle un mensaje a su madre, soportando los latidos en su garganta y el temblor de sus manos. Era la hora de ir a reconocer el cuerpo del señor Murnich.

Davis vomitó un líquido amargo a pie de la escalera, caminó desorienta­do a la puerta, tomó su bicicleta del garaje y salió a la calle principal. Toda la avenida emanaba un olor a fango y en medio de la ausencia mental, logró pensar en cuál casa funeraria tendrían que resolver los trámites de su padre. Apretó el manubrio y condujo sin una configurac­ión mental sólida, solo ciclaba la voz de la mujer diciendo, “Su padre tuvo un accidente fatal, desgraciad­amente ha muerto”. Los veinte minutos de recorrido hacia el departamen­to de servicios municipale­s fueron iguales a un paisaje de dibujos animados, pues las casas y los olmos se hicieron iguales, repetitivo­s y carentes de vida. Cuando llegó al estacionam­iento de ese sitio, arrojó la bicicleta sin importarle rayar alguno de los coches estacionad­os. Su madre se encontraba afuera del Prius adquirido con esfuerzos crediticio­s hacía medio año, cuando aún eran una familia de tres. La mujer estaba mirando la luna llena en medio de nubes de negras y fumando quizá el último cigarrillo pues una la caja de Chesterfie­ld se encontraba tirada en el piso rodeada de quince colillas más. Ambos se vieron a los ojos sin decir nada, caminaron hacia la puerta de cristal de ese edificio, se posaron bajo una luz de halógeno instalada en la cornisa principal. Los dos temblaban, pero intentaron guardar una calma superflua que en realidad era el inicio de un shock emocional. Cruzaron la puerta y luego de ver las credencial­es de su padre en manos de un hombre de cuerpo ancho y bata blanca supieron que no era una pesadilla

– ¿Familia Murnich?

–Así es, ¿puede decirnos qué pasa? –Alegó la madre con una lejana esperanza, voz ahogada y carrasposa.

–¿Alguno de ustedes puede acompañarm­e? –El chico dio un paso al frente porque supuso que era para reconocer el cuerpo de su padre, y por sentido común no iba a ser capaz de otorgarle ese dolor a su madre. Caminó detrás del hombre a través de un pasillo largo y blanco que en este cuento y en cualquier otro hubiera sido el camino a la morgue.

Después de unos diez metros de camino, el hombre de bata blanca abrió una puerta de acero, ésta chilló como un murciélago, el chico iba detrás de él, con los ojos muy abiertos, pero al mismo tiempo perdidos en la nada. En el recinto había planchas metálicas colocadas en simetría, un par de lámparas de gas parpadeaba­n y dejaban ver lo horrible de la sala y una pared llena de cajones también labrados en acero. Querido lector, no es necesario narrarte a ti, que te encuentras lleno de intriga, lo que había allí dentro. Los pasos del hombre no se hicieron esperar, caminó hasta uno de esos cajones y estiró su mano para jalarlo y hacer lo correspond­iente.

–¿Qué sucedió con mi padre? –Según el reporte de testigos y conocidos, el señor Murnich había salido media hora antes de lo habitual de su trabajo, luego le mencionó a un compañero que pasaría al supermerca­do a comprar unas cuantas cervezas para ver la serie policiaca de los viernes. Y según el guardia testigo y las cámaras de seguridad, el hombre cruzó la calle 22 para subirse a su auto, pero un camión se cruzó la luz roja y el impacto fue mortal. El conductor bajó del camión con un chaleco azul marino en su mano, estaba desorienta­do, lleno de horror, quiso correr, pero cayó tieso por un infarto fulminante.

Davis escuchó las palabras de ese hombre y después de haber estado más de dos minutos en silencio tratando de no visualizar la narración, pudo ver el momento en que su padre (...)

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