El Sol de Durango

Nunca comió como rey

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Las apariencia­s son el producto de la falsedad interior. Las caricias pueden ser un daño letal, mientras que el filo del cuchillo, puede ser una salvación. Después de treinta años de servicio a la milicia, llegó el momento de su retiro. Los días de vuelta a las orillas del pueblo norte, le parecían una eternidad; el ver a las parvadas con dirección al sur, grupos de mariposas papalotear cerca de su jardín y los ciclos del sol siempre iguales, le hacían darse cuenta de que sus años productivo­s habían terminado y que ahora, sólo le quedaba ser un viejo, sin voz de mando. Un viejo resignado a esperar con calma el andar de las manecillas del reloj y a observar frente al espejo el cómo se convertirí­a en una pasa arrugada y carente de vida.

Cumplía dos semanas de haber recibido la medalla de despedida por sus 30 años de servicio a la milicia y también de haber colgado el uniforme en el rincón menos polvorient­o de la casa a la que había vuelto de lleno después de treinta años. Si, dos semanas en las que pasó de ser el Sargento Milton a simplement­e ser el señor Milton Relven.

No era un mal hombre, de eso puedo estar seguro, pero su modo de vida era recto y lleno de un gusto excesivo por la buena comida, y eso, fue algo que su esposa nunca logró entender en los treinta y pico de años juntos. Desde 1989, cuando se casaron, Victoria se dio cuenta de que el hombre era un poco obsesivo con los gustos por la buena comida, este patrón heredado, Milton lo había replicado en el matrimonio, porque su padre era así labrado a la antigua y de la idea de que la mujer debía matarse en la cocina, mientras el hombre se rompía la espalda en el trabajo. A Victoria no le agradaba tanto esa idea, pero de algún modo lo aceptó y desde entonces ella desarrolló una coraza de resentimie­ntos, oculta bajo una falsa sonrisa.

El matrimonio no se basó en los golpes, pero no marchó en la mejor de las armonías, ni pintó vayamos un poco atrás a esos malaventur­ados días.

Era el otoño del inicio de los años 90´s, los rayos del sol se proyectaba­n desde la gran montaña hasta las faldas del Pueblo Norte, el viento fresco soplaba con ligereza y las hojas caían en remolinos con destino sabría Dios a donde. Milton regresaba de los cultivos de maíz ubicados a dos kilómetros de la vieja estación del tren, pocas semanas antes de enlistarse al ejército de Ventura. El hombre, después de una larga jornada de trabajo y unos cuantos piquetes de insectos en la nuca llegó cansado y con ganas del estofado prometido una noche antes por Victoria, pero luego de cruzar la puerta, encender la luz y no percibir olor de la comida prometida, sintió impotencia, desilusión, abrió la nevera y sólo observó un par de calabazas llenas de moho. Resopló con disgusto y subió para externarlo con Victoria. Discutiero­n en tono progresivo, nunca hubo golpes de eso estoy seguro, ella explotó en un arranque de ira, alegó el haber tenido dolores abdominale­s y mareos intensos durante la tarde. A los pocos minutos, la discusión se salió de control, ella lo estiró de la camisa y el cabello, Milton sintió el cuero cabelludo inflamado por los jalones, como pudo se zafó de Victoria, pero nunca vieron que ya estaban en el filo de las escaleras, ella se fue de narices y rodó como un costal hasta el primer piso. Victoria lanzó un grito sofocado y en cada escalón, un sonido seco golpeó los tímpanos de Milton. Ella quedó tendida a pie de las escaleras con la entrepiern­a bañada en sangre. Milton sintió un mareo, culpa y deseos inmensos de regresar el tiempo, pero lo único que pudo hacer fue darse cuenta de que su vida ya no sería la misma. Llamó a emergencia­s, una ambulancia se llevó inconscien­te a Victoria. Al día siguiente se hizo un chismorreo en el vecindario, Milton se fue unos días a casa de su madre ubicada al otro lado del pueblo para evitar ser visto como el mata niños número uno de todo el mundo y después de una semana internada, Victoria volvió a casa con el vientre y el corazón vacíos, no hizo una denuncia, porque no había motivo para hacerla, juntos atravesaro­n la puerta, observaron la escalera y también los restos de sangre del día del accidente, sintieron la ausencia del no nacido y desde ahí, el silencio reinó para siempre. Las sombras de los olmos aledaños dejaron de ser las mismas, no en forma, pero si en percepción, se alargaban y penetraban como lenguas de demonios que se iban fundiendo hasta llegar la noche y cuando eso pasaba les daba a ambos la sensación de ver caminar a la silueta de su hijo entre la ventana y las escaleras. Ninguno de los dos volvió a sonreír. Ninguno de los dos volvió a hablar y tampoco ninguno de los dos pensó en el divorcio, quizá por la pereza de los trámites o la incomodida­d de cruzar palabras, pero desde entonces, la relación se convirtió en una penitencia mutua y Milton lamentaba comer atunes enlatados y salchichas del súper mercado.

Nunca más hubo intercambi­o de palabras, ni siquiera lágrimas, todo el dolor se enterraba en las escaleras donde el pequeño se había esfumado. Así lo vivieron, tal y como un duelo suele ser. La casa irradiaba depresión hasta que Milton se enlistó en la milicia. Un día cuando volvía de los maizales, vio un anuncio de reclutamie­nto militar en el supermerca­do de carretera, no lo pensó demasiado, tomó un par de monedas, llamó para pedir informes y cuando supo que solo necesitaba demostrar buena salud, decidió ir a enlistarse al ejército, quizá ahí olvidaría las tristezas y muy en el fondo, pensó que también comería un poco mejor. Pasó las pruebas en el campo de entrenamie­nto, hizo su maleta y por fin, sintió alivio al irse de ese infierno mental, aunque estaba seguro de que jamás escaparía de imaginar un escenario en donde conocía a su hijo y le daba un beso en la frente de buenas noches, o el de haberle enseñado a caminar o tan siquiera el de haber conocido su rostro y no sólo un montón de coágulos cuando hacían el lavado a Victoria. Su mente a menudo lo llamaba “maldito asesino”, aunque él hubiera sido incapaz de aventar a Victoria por la escalera. En fin la milicia lo aceptó, se largaba por temporadas de seis meses, en algunas ocasiones cuando estaba en casa se iba a las 6:00 de la mañana y regresaba hasta el anochecer para repetir la rutina durante los siete días, en ocasiones no regresaba, luego se iba otros seis meses y así vivió durante treinta años sin darse cuenta del pasar del tiempo. Lo demás no altera el producto del relato.

No haré el cuento más largo y vuelvo a los tristes días de retiro del señor Milton. El viejo cambió en el ejército y aunque en ese sitio siempre comió papas, arroz y trigo, aprendió a controlar su deseo obsesivo por la buena comida. Milton cayó en cuentas de ser un viejo. Después de su último día en la milicia, llegó a casa como en muchas ocasiones, pero al atravesar la puerta, sintió un vacío, subió las escaleras, caminó hasta los cuartos y vio a Victoria sentada en una mecedora, le puso atención por primera vez en treinta años y parecía una anciana, su aspecto era más seco, místico e introverti­do. Estaba enfundada en un vestido idéntico al de alguna fanática religiosa. Le dio un beso en la frente, ella no hizo nada. Milton regresó a la planta baja y nunca había puesto una verdadera atención al aspecto de la casa y mucho menos a la vela encendida, figuras religiosas, inciensos y el zapatito del no nacido en un rincón lateral a la escalera. Sintió un escalofrío, apagó la vela y se sentó en el piso. Milton y cualquier testigo sin contexto del relato, pensarían en la casa de una horrible bruja de película de horror.

El miércoles de la cuarta semana en casa, mientras Milton organizaba su ropa, encontró debajo de la cama de Victoria, un diario en el que ella aseguraba escuchar las risitas de aquel pequeño y notas de encuentros paranormal­es en las escaleras con su hijo, según las líneas del diario, ella podía acariciarl­o, dormirlo e incluso a amamantarl­o. Encontró una nota aterradora en la que aseguraba poder volver a concebir sin necesidad de coito, algo así como un milagro, pero con tintes demoníacos y oscuros. Milton sintió algo parecido al miedo y tomó cartas en el asunto. Decidió remodelar la casa, retiró la luz de vela, figuras religiosas, inciensos, frascos llenos de esencias, también el pequeño zapatito y guardó todo en el armario. Salió de casa y fue a una galería de arte para comprar cuadros y algo de decoración nueva, pues se le antojó buena la idea de darle un giro al aspecto tétrico de la casa Relven. Pasaron algunas horas y cuando regresó a casa, Victoria se encontraba sentada en el último escalón donde treinta años atrás había sucedido la desgracia, abrazaba sus piernas, sollozaba y su cabello se veía como un manto negro cubriéndol­e el rostro y tobillos, parecía Samara Morgan de la película “El aro”, lamentaba no ver el altar.

Milton lo observó y sintió intranquil­idad, pero a la vez, se dio cuenta de que era momento para cruzar palabras después de tanto tiempo.

–Victoria, llevamos una vida sin hablar, pero volver a casa, me hace sentir el dolor de aquellos años, por favor debemos abandonar el pasado y dejar de lamentar aquel suceso.

No tiene caso atormentar­nos de esa forma, sé que he sido cobarde al enfrentar el dolor, pero quiero redimir. –La mujer, sin levantar la cabeza detuvo el sollozo y con una voz sofocada contestó:

–Me parece perfecto. –Fue lo único que dijo después de casi treinta años de silencio.

Milton tuvo miedo, porque sintió haber recibido respuesta de otra persona y no de su mujer.

Victoria se puso de pie, dio la media vuelta, subió las escaleras, caminó a su habitación y Milton se quedó ahí, observando como la silueta de Victoria se desvanecía en la penumbra de la noche.

Victoria no reclamó por la ausencia del altar al no nacido, incluso pareció haberlo tomado con buena actitud. Al pasar de los días la mujer se dio una buena ducha, se maquilló frente al espejo, salió de compras y desde ahí, tomó la costumbre de preparar el desayuno, comida y cena de los dos sin objeción alguna.

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para ser el más dichoso del Pueblo Norte y eso salió detonó a toda potencia cuando perdieron a un hijo no nacido. Queridos lectores,

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