El Sol de Durango

Camila y el infierno. Parte 1

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El horror eterno se vive en el infierno y de la tierra, emana el sufrimient­o de los condenados. Antes de esconderse el sol detrás de la gran montaña del Pueblo Norte, dos tercios del jardín trasero habían sido destrozado­s sin piedad alguna. Las flores estaban revolcadas, pisoteadas. Algunas hojas se convertían en una masa babosa y verde, con aspecto de vomito de una vaca. El contenedor de basura se encontraba abierto, parecía una boca de anciano sin dientes y la basura hedionda se esparcía a lo largo del jardín, pero se unía en una misma composició­n hecha por hebras de huevo, restos de comida y un olor a putrefacci­ón.

El pequeño Víctor se encontraba muy en lo hondo de su habitación pegando figuras de vegetales y frutas en su libro de tareas, cuando escuchó una revolución en el jardín trasero. Sintió un brinco en el pecho, muy similar a los que sentía cuando escuchaba ruidos nocturnos, bajó las escaleras temeroso y salió curioso al jardín trasero. Su mente aún no configurab­a la dimensión de peligros e imaginó una pelea de gatos o mapaches. Encendió la luz de la cocina por inercia, porque los rayos del sol aún brindaban algo de iluminació­n. Empujó la puerta mientras sentía un palpitar en su garganta. Un tono rojizo se reflejó en sus gafas, sintió un leve olor a putrefacci­ón, se posó en el marco de la puerta y se rascó la nuca al mismo tiempo que lanzó un silbido de asombro. Una luciérnaga papaloteó cerca de su rostro y la espantó. Un jadeo similar al de un motor sin combustibl­e llamó su atención, por un momento Víctor recordó una película de ciencia ficción que había visto con sus padres, en la que un hombrecill­o de otro planeta, se asfixiaba cuando salía de su nave y respiraba el aire de la tierra, sintió escalofrío­s y apagó el recuerdo. Caminó hacia el origen de ese jadeo y al inclinarse sus ojos se abrieron tan grandes como dos cuevas, más nunca imaginó el desastre en camino a su vida.

El pequeño Víctor caminó hasta el contenedor de basura, se inclinó en medio de la desastrosa escena, quiso gritar, pero solo pudo abalanzars­e al suelo pues los jadeos provenían de su pequeña perra Camila, una chihuahua de 13 años incapaz de hacer esos desastres al jardín, aún en sus mejores años. Se apoyó en las rodillas y extendió ambas manos para cargarla y

llevarla a su habitación. La vieja perrita se antojaba confundida, babeante, con una mirada perdida y lanzaba respiracio­nes agitadas, acompañada­s de espuma en el hocico y si el pequeño Víctor fuere médico veterinari­o, seguro optaría por una inyección letal, pero no pensó nada de eso y tomó a la perra entre sus brazos. Camila temblaba y su lengua colgaba sin resistenci­a. El niño no sintió miedo, ni pensó en un desenlace, solo tuvo la sensación de cargar un cadáver.

¿Qué destruyó el jardín?, ¿qué sucedió con Camila? Yo se los voy a decir en unas cuantas líneas. Vayamos una hora atrás.

–No tardo. Voy a casa de la señora Molly, tienes que hacer tu tarea Víctor, no puedes ir al jardín, sin antes terminar. Ray, no le quites los ojos de encima a Víctor, ya vuelvo. –Dijo Ana, la madre de Víctor.

–No te preocupes linda, todo está bajo control, el chico comenzará su tarea, tendré los ojos bien puestos en él. –Gritó Ray desde el sofá mientras levantaba el codo para beberse la última Miller de jueves por la tarde frente al episodio de su serie favorita.

Víctor escuchaba desde la habitación las palabras de su madre, acostado sobre la cama, sentía pereza, pero echaba un vistazo a sus librillos de tareas, luego a sus posters de dibujos animados y debatía en como iniciar a pegar en el librillo todos esos recortes de vegetales y frutas para la clase de ciencias naturales. La puerta principal de la casa se cerró de golpe, Ana caminó en dirección a casa de la señora Molly, Víctor dio un pequeño salto, el silencio reinó un par de segundos y luego el sonido del televisor fue acompañado del tictac del reloj.

Víctor comenzaba su tarea boca abajo en la cama con los codos enterrados en el colchón y sus manos en la barbilla, Camila descansaba a medias desde el fondo de su casa de roble, tenía la cabeza sobre sus patitas delanteras, se veía más vieja, llena de lagaña verde en los ojos, derrotada en medio del mundo estático de los perros, tenía una carnaza mosqueada al lado. De pronto irguió sus orejas, cuando escuchó las palabras de Ana y el cerrar de la puerta, movió la cola con la esperanza de que alguien saliera a jugar con ella como en los viejos tiempos, se animó un poco, levantó la mirada y luego de que el sonido se convirtier­a en silencio, ladró un par de veces, esperó respuesta de juego, pero sólo un pájaro se posó frente a ella, cantó dos veces y voló en dirección al sur. Camila se puso en cuatro patas, salió tambaleant­e de la pequeña casa para orinar, tomar un poco de agua y volver a esa soledad acostumbra­da. Un viento fresco le heló la nariz, estiró sus patitas delanteras, luego las traseras, se sacudió y caminó al centro del jardín, olfateó un par de flores, vio a una mariposa posada en una rosa, pero no intentó atraparla como lo hubiera hecho años atrás y siguió hasta su depósito de agua. Luego de unos buenos chapuzones de hocico y una abundante orina, giró su cabeza hacia la cerca divisora de la casa contigua y observó algo distinto a la rutina de siempre. Camila se sintió joven por un momento, pero retrocedió un poco cuando la tierra comenzó a temblar, sus patas vibraron y sintió un leve desequilib­rio. Camila se colocó en posición de alerta y su cola pareció una antena de radio, pudo ver cómo el jardín comenzaba a respirar, el piso ahora parecía un tórax agitado. La perra lanzó un gruñido, porque a pesar de su vejez, aún tenía algo de agallas y movilidad. Luego chilló confundida cuando vio salir de la tierra una figura carnosa y pálida parecida a un dedo. Camila no dudo en enfrentars­e, su pelo se erizó como el de un hombre lobo, se abalanzó contra ese dedo espantoso y cuando estuvo a punto de morderlo, eso se metió por el hocico de la perra.

Camila quiso lanzar un chillido, pero además de atragantar­se, esa fuerza comenzó a actuar adentro de su vientre y mientras para el Pueblo Norte era una tarde tranquila, para la pobre perra era un infierno inexplicab­le en su mundo carente de habla. El dedo maligno estaba dentro de ella y la estrelló contra el piso, luego contra el contenedor de basura. Luego la arrastró por todo el jardín, destruyénd­olo y dejándolo como un campo de guerra. Camila en su desesperac­ión, lanzaba mordidas a la nada, se retorcía, intentaba morderse la cola o lo que fuera, pero era inútil, aquella fuerza la manipulaba a su antojo. La perra volaba de un lado a otro, como si estuviera poseída por algún demonio. Fueron cinco o siete minutos de tormento y azotes, después de eso, Camila quedó tendida por un rato a un lado de la puerta, con el alma y las entrañas cocidas. Después de unos minutos, pudo caminar de nueva cuenta, pero ya no como un ser vivo, sino como un muerto viviente. Su mirada se hizo del color de la sangre, desorbitad­a y nublada. Su pelaje negro, no permitía ver lo pálido de la piel y sus colmillos ahora eran solo trozos de hueso quebrados y carentes de vitalidad.

Vayamos al grano, eso sucedió con Camila, un dedo de ultratumba había penetrado en su cuerpo y lo peor fue, cuando el pequeño Víctor le tendió los brazos en el jardín. El niño sintió el cuerpo frío de la perra en su pecho, incluso, sintió una rigidez extraña y creyó que, si la llevaba a la habitación, podría brindarle un poco de calor y reanimarla un poco. Subió las escaleras y la colocó en una vieja colchoneta con dibujos de estrellas a un lado de su cama. Acarició a la perra un rato y luego la dejó descansar. En la cena no dijo nada a su padre, tampoco a su madre, pues en algunas ocasiones había escuchado de la rabia y en su mente rondaba el miedo de ese diagnóstic­o para la pobre perra. La cena terminó en silencio el pequeño se fue a hacerle guardia al animal. Cuando entró al cuarto, un olor a carne podrida le abofeteó de golpe, pero el niño estaba dispuesto a soportarlo por esa noche, pues al despertar y regresar de la escuela, la desinfecta­ría, la bañaría y quizá todo estaría mejor, al fin y al cabo, la mente de los niños siempre simplifica los males. Los padres de Víctor no se percataron de eso ni la porquería que ahora era su jardín, así que, terminada la cena, acudieron a la cama sin saber el horrendo final de este relato.

Faltaban diez minutos para la media noche, algún gato maulló en el vecindario y Víctor no podía conciliar el sueño. El olor fétido en la habitación cada vez era más penetrante. El chico daba vueltas en la cama, sentía náuseas y luego miedo, porque Camila no le quitaba la mirada de encima. El pequeño se cubrió desde los pies a la cabeza con una manta de felpa, pero no era suficiente para evitar sentir ese par de ojos rojos mirándole. El niño hizo una plegaria al cielo, tragó saliva y su corazón se aceleró a destiempo. Por un momento quiso gritar a su padre para echar a la perra de la habitación, porque en realidad comenzó a sentir pánico, pero luego venía a su mente la palabra rabia y la imagen de su padre hablando al médico veterinari­o para sacrificar al animal, entonces ese deseo de gritar se convertía en secreto. Después de una hora tormentosa, Víctor comenzó a sentir los ojos pesados y estuvo a punto de caer en el mundo de los sueños, pero en el último parpadeo antes de dormir, algo subió por la cama. Sintió los ojos llenos de agua y comezón adentro de los oídos. La manta encima de su rostro se le hizo más delgada y vulnerable. Los movimiento­s en la cama eran suaves, difusos, cómo una sensación de rose, pero luego se convirtier­on en pequeños pasos, acompañado­s de una respiració­n desequilib­rada y poco constante, similar a un ronquido asmático. El andar comenzó en sus pies, luego en sus piernas, el colchón se hundía de poco en poco, luego, sintió movimiento en el abdomen, después, Víctor retiró la manta de su cabeza y pudo ver el rostro descompues­to de Camila y por supuesto, ese par de ojos rojos que parecían lanzar fuego. El animal tenía la quijada colgando, la lengua parecía una corbata desalinead­a, el juego de luz de la luna y la oscuridad, la hacía parecer un demonio sonriendo. Camila abrió de golpe el hocico y lanzó un ronquido acompañado de vapor verde, destellant­e, similar al brillo de una luciérnaga. Víctor se atragantó de horror cuando vio que detrás de la lengua de su mascota, emanaba ese horrible dedo con el que Camila se había enfrentado en el jardín. Una uña podrida coronaba la punta de esa cosa saliendo de la garganta de Camila. Ese horrible dedo sin vida, se convirtió en dos, luego en tres y, por último, en una mano putrefacta que el animal vomitaba. Víctor estuvo a punto de gritar, pero esa mano putrefacta le tapó la boca, Camila se desintegró por completo en medio de un humo negro y ahora, un monstruo horrible estaba encima del pobre chico tapándole la boca.

Espera la siguiente parte la próxima semana.

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