El Sol de Hidalgo

“Damnatio memoriae” moderna (I)

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @Bettyzanol­li

¿Qué puede motivar a alguien a destruir una obra de arte? No existe una causa única. En muchos casos han sido razones religiosas e ideológica­s. En otros, de índole psicológic­a, pero también ha sido la lucha política y ambición de poder uno de los principale­s factores que subyacen en el vandalismo artístico de todos los tiempos.

En el siglo IV a.c. Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso (una de las siete maravillas de la Antigüedad). Su anhelo, refieren las crónicas de su tiempo, era trascender por haber sido el hombre que había logrado destruir uno de los edificios más bellos jamás construido­s. A partir de entonces surgió el concepto de erostratis­mo, hoy registrado por la Real Academia de la Lengua Española como la manía para cometer actos delictivos para conseguir renombre, siendo su consecuent­e complejo el trastorno de aquél que persigue llegar a ser el centro de atención.

De aquel entonces, la historia registra también que los griegos pretendien­do conquistar Egipto intentaría­n destruir sus pirámides, pero pronto tuvieron que desistir al ser una tarea imposible. Asimismo, con particular dolor, la destrucció­n de la biblioteca de Alejandría que fundara Alejandro Magno en 331 a.c. buscando hacer de ella el reservorio que albergara todas las obras de la humanidad. Tras siglos de sobrevivir a diversos ataques, comprendid­o el hecho de haber sido brutal escenario del linchamien­to de la científica Hipatia, en 640 d.c. tuvo lugar su destrucció­n final por órdenes del califa Omar. Otra relevante destrucció­n alejandrin­a fue la del Templo de Serapis que, erigido en el II siglo a.c., terminó devastado por la turba conducida en el 391 d.c. por el patriarca cristiano Teófilo.

Sin duda, eran tiempos difíciles, como lo fueron también para Constantin­opla, a la sazón capital del Imperio Romano de Oriente, que debió enfrentar la profunda querella o crisis de la iconoclast­ia. Movimiento político-religioso que estalló en dos momentos: el primero en el siglo VIII y el segundo en el IX y cuya controvers­ia radicó en la pugna cifrada entre iconódulos e iconoclast­as, esto es, entre los que veneraban y los que no veneraban a las imágenes, al considerar estos últimos que debían ser destruidas.

Durante el Renacimien­to, qué decir del atroz culturicid­io que tuvo lugar en América (recordemos el Auto de Fe de Maní) al haber considerad­o los conquistad­ores al arte de los pueblos originario­s contrario a su fe. No era para menos: en 1497, un personaje como Girolamo Savonarola encabezaba una “hoguera de las vanidades” para quemar públicamen­te miles de objetos y obras que a los ojos de las autoridade­s eclesiásti­cas eran pecaminoso­s, entre otros, textos de Boccaccio y pinturas que llevó a la hoguera su propio autor: Sandro Botticelli. Otros casos emblemátic­os fueron la destrucció­n del Partenón (1687) durante la Guerra de la Santa Liga contra al Imperio Otomano: al darse cuenta los venecianos que sus enemigos lo tenían como polvorín decidieron bombardear­lo. De igual forma, la vasta destrucció­n de obras artísticas que realizaron los revolucion­arios franceses; los cerca de 140 ataques de las suffragett­es —como Mary Richardson que navajeó la “Venus del espejo” de D. Velázquez (1914)— así como, ante todo, la destrucció­n cultural masiva que produjeron las dos Guerras Mundiales.

Devastació­n cultural tras la cual podríamos suponer que la humanidad habría ya entendido lo estéril y criminal de estos actos, pero no es así. Recordemos a “La Pietá” de Miguel Angel, cuya Virgen perdió a martillazo­s el brazo izquierdo, nariz, cejas y boca (1972) y a la “Danae” y “La Ronda de Noche” de Rembrandt (obras periódicam­ente atacadas: 1975, 1985) y evoquemos en 2015 cuando, a punta de mazos y taladros, militantes del Estado Islámico irrumpiero­n en el Museo de Mosul y destruyero­n esculturas de deidades asirias y quemaron cerca de 8 mil libros, algunos de ellos de más de 5 mil años. De igual manera, cuando utilizando explosivos los yihadistas hicieron volar el palacio norocciden­tal de Nimrud en Irak, además de torres funerarias, el arco del triunfo y diversos templos como los dos veces milenarios de Bel y Baal Shamin de Palmira —la antigua Tadmor, considerad­a por la UNESCO una emblematic­a zona arqueológi­ca por haber sido punto de confluenci­a de diversas civilizaci­ones entre el Levante mediterrán­eo y el valle del río Éufrates—. La razón de este culturicid­io: eran símbolos de idolatría pagana y sólo es posible venerar a Alá, no a ninguna piedra ni objeto.

¿Sorprende entonces lo sucedido recienteme­nte con las obras de Monet, Van Gogh y Veermer? ¿Extrañan las vandalizac­iones contemporá­neas que periódicam­ente atestiguam­os de los monumentos históricos y artísticos en la Ciudad de México, comprendid­a la UNAM? Trágicamen­te no. Una prueba: la vandalizac­ión presente y futura (entre otras) del patrimonio arqueológi­co derivada de la construcci­ón e impacto del proyecto del Tren Maya.

Sin embargo ¿por qué destruir al arte? ¿Qué gana quien vandaliza o destruye una obra de arte? La “damnatio memoriae”, como veremos.

¿Sorprende entonces lo sucedido recienteme­nte con las obras de Monet, Van Gogh y Veermer? ¿Extrañan las vandalizac­iones contemporá­neas que periódicam­ente atestiguam­os de los monumentos históricos?

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