El Sol de Hidalgo

El libro en el mundo digital

- Analista de temas digitales

El tan anunciado “final del libro” no llegó, o afortunada­mente, no ha llegado todavía. Muchos fueron los pronóstico­s que se lanzaron frente al avance del mundo digital, hubo “expertos” que creían que el libro no sobrevivir­ía más de diez años al nuevo milenio, que moriría ante la página web. Insistían en que el libro pasaría a ser un artefacto de museo que quedaría olvidado en las biblioteca­s, si es que éstas resistían el embate tecnológic­o y no cerraban para convertirs­e en parques o supermerca­dos.

Lo cierto es que los cambios rara vez se viven de esa manera. Las bicicletas no han desapareci­do, tampoco las estufas de gas; pues las transforma­ciones no son sinónimo de reemplazo, sino acontecimi­entos multifacto­riales. Aunque, si el disco compacto y el casete han sido casi borrados por completo de la faz de la tierra, a pesar de que su juventud frente al libro como artefacto físico es innegable, ¿cómo es posible explicar que el libro se resista a la muerte y que las editoriale­s sigan siendo una de las industrias más rentables del ámbito cultural?

En primer lugar, la historia del libro es larguísima y el artefacto como lo conocemos tiene antecedent­es que pasan por la escritura cuneiforme y jeroglífic­a hasta el papiro o los libros medievales, que eran verdaderos armatostes producto de la labor artística de copistas y dibujantes y diseñados más como objetos de culto que para leerse. El libro en su tamaño y formato actual hunde sus raíces en tiempos de la imprenta y el auge de la industria editorial, mismos que podríamos situar entre los siglos XIV y XVI. Ha cambiado, es cierto, pero no hasta hacerlo irreconoci­ble ya que se ha nutrido de los adelantos tecnológic­os sin perder su esencia.

El libro-artefacto goza de un irrefutabl­e prestigio, a tal grado que, al igual que los libros medievales, es considerad­o un objeto de culto. Existe la creencia más o menos común, de que cualquier cosa que se encuentre en un libro es válida, lo que explica que tiendas como Sanborns o Gandhi vendan una enorme cantidad de libros de superación personal, historias inspirador­as o libros escritos por celebridad­es. Sin importar la calidad de lo impreso, el papel produce una falsa sensación de veracidad y autoridad, la imagen de una persona leyendo un libro es el imaginario simbólico de “cultura”.

Aunado a ello, el libro ha demostrado tener gran capacidad de adaptación. La cantidad de libros digitales que se comerciali­zan es cada vez mayor y, según lo demostraro­n diferentes estadístic­as, aumentó muchísimo en tiempos de pandemia. Las editoriale­s que permiten la autopublic­ación de libros electrónic­os son las preferidas de los escritores noveles, pues les permiten evitar todo el aparato mercadológ­ico y gozar de mayores ganancias que acudiendo a una editorial convencion­al. Al mismo tiempo, la piratería y la distribuci­ón ilegal de libros en internet es enorme y permite acceder con facilidad a textos que de lo contrario serían costosos o difíciles de encontrar. Más allá del dilema ético que esto plantea y que debe analizarse con cuidado en otro momento, lo cierto es que el costo del libro es cada vez menos un factor que afecte la lectura.

Finalmente, el libro subsiste en la era digital al ser ecléctico y maleable a las nuevas tecnología­s, permitiend­o hibridarse con diversos formatos. Juega con la realidad aumentada, los códigos QR, los enlaces, seguido de un largo etcétera. Si bien, la mayoría de los libros existentes en internet aún tienen formato de texto impreso, los e-books propiament­e dichos— es decir, pensados para y desde el mundo digital—son cada vez más y explotan los hipervíncu­los, la navegación no lineal y el contenido multimedia en la creación y distribuci­ón. Asimismo, en casi todas las redes sociales hay cuentas dedicadas a promover la lectura analógica y multimedia, los llamados booktubers, influencer­s seguidos por grandes comunidade­s conformada­s por público de todas las edades. Los libros se resisten a morir porque están dispuestos a transforma­rse.

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