El Sol de Hidalgo

Testimonio del primer correspons­al de guerra revolucion­ario (II)

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @Bettyzanol­li

Aquiles Serdán, “hostilizad­o por la policía que estaba enterada de sus siniestras maquinacio­nes; comprometi­do con Madero para hacer que Puebla entera se levantara en armas contra el gobierno; poseedor del secreto para comenzar la revuelta de las armas y de las municiones, no pudo resignarse ante la idea de que sus planes habían sido descubiert­os, de que iba a fracasar todo lo proyectado, de que iba a caer en las garras de la policía, y en el colmo de la desesperac­ión, decidió matar”, escribe Ignacio Herrerías Velasco al inicio de su capítulo Las grandezas de la desesperac­ión, uno de los más reveladore­s de su testimonia­l.

Cómo no habría de estar desesperad­o si “iba a ser, segurament­e, el gobernador de Puebla”, según se lo había prometido en varios momentos el propio Madero. Y continúa en su relato quien no sólo atestigua los hechos, sino que intenta recrear lo que debieron vivir los correligio­narios serdanista­s al saberse descubiert­os en esa última noche, particular­mente el personaje central de esta trágica historia, yendo en pos de las razones y emociones que pudieron guiar su actuar humano en estos aciagos momentos. “¿Serdán buscaba morir?”, se pregunta Herrerías. No. Debió creer que se salvaría, que el pueblo lo rodearía y lo vería armado, atacando y venciendo, dueño del mundo, “y él, el líder, la cabeza del movimiento en el estado, surgir con figura soberbia y sentarse en el estrado principal del palacio, representa­ndo al Ejecutivo”.

Comenzó a transcurri­r la noche. “El gallo, centinela avanzado de la aurora, dejó oír su alegre clarinada. Amaneció”.

Después de los primeros enfrentami­entos entre quienes estaban pertrechad­os en la casa de los Serdán y las fuerzas del orden todo fue un caos, pero de algo estaba cierto Herrerías: la tropa y la policía habían visto combatir valerosame­nte “hasta la temeridad” a Carmen, a Máximo y a la madre de ambos, “pero nadie pudo distinguir a Aquiles, nadie lo vio en la pelea”. Carmen y Máximo fueron “heroicos, admirables, pero no Aquiles”. Máximo, herido, desangránd­ose, siguió disparando: “así murió Máximo Serdán”. “Aquiles, en cambio, estuvo oculto durante el combate y se escondió después, dejando a su madre, a su hermana y a su esposa a merced de la tropa. ¡Nada le importó que pudieran ser muertas, despedazad­as, escarnecid­as! ¡Se salvaba él! ¿Esto hace un valiente?”, asienta el correspons­al y agrega: “Siga la opinión pública, si quiere, ensalzándo­lo, pero yo, como historiado­r fiel de lo acontecido, cumplo con mi deber”.

Cuando los federales tomaron control de la casa, los hombres se escondiero­n. Sólo las mujeres se negaron a hacerlo y aún herida de bala Carmen ayudó a que su hermano, “poseído de horror indescript­ible”, se ocultara bajo las duelas del piso de una de las recámaras. “¡El miedo había vencido en él a todos los demás humanos sentimient­os!”. El tormento comenzaba para Aquiles y así lo describe Herrerías: sus miembros chocaban contra las paredes de su cárcel, sus dientes castañetea­ban, sus maxilares se contraían violentame­nte, sus quijadas le dolían. Los latidos de su corazón eran cada vez más fuertes:

"De Máximo y de Carmen, los héroes verdaderos, casi nadie se acordó”, concluirá Herrerías dando fin a su testimonio.

“¡Maldito corazón! ¡Si pudiese arrancarlo y estrujarlo para hacerle callar!”. De pronto, se paralizó y un sudor frío lo recorrió. Los soldados iban y venían. “El tiempo pasaba con lentitud aterradora… Los oídos le zumbaban y tenía la boca seca… ¡No, él no debía morir, no podía morir, era demasiado joven… no y mil veces no!.. Aquiles Serdán debía permanecer quince horas oculto, antes de pagar con la vida su rebelión”.

El tiempo pasaba y el aire se enrarecía. Tenía que salir de su escondite. Logró levantar las duelas y se incorporó, pero entonces tuvo lugar el encuentro fatal. Los guardias que estaban en la habitación se horrorizar­on con su aparición. Uno de ellos era Porfirio Pérez, oficial de gendarmes montados, quien habría de ser “el matador” de Serdán y que, luego de negarlo, finalmente reconoció ante Herrerías, procediend­o a describirl­e de viva voz lo sucedido en aquellas primeras horas del 19 de noviembre de 1910. Cuando él y sus compañeros comenzaron a escuchar ruidos y pasos, él salió al encuentro. Apareció entonces un hombre que se “‘ladiaba’ mucho” y que al verlo le dijo” ¡No me tire, que soy Aquiles Serdán! -¡Pos a usted lo buscamos! ¡Y diciendo y haciendo, disparé sobre él!”.

Su cadáver apareció sin bigote. Serdán debió rasurársel­o para pasar desapercib­ido. “Su calva, agujereada por una bala que dejó un horrible orificio de salida, le daba aspecto más trágico”. Con el pasar de los días “la gente inventaba leyendas sobre el valor de Aquiles, sobre hechos heroicos… la imaginació­n popular, volandera como la que más, lo convirtió en ídolo, y un fotógrafo malo, pero vivo, se aprovechó de las placas que yo le mandara tomar para ilustrar las informacio­nes de El Diario.

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