Finanzas públicas y circo mediático
Sin más sustento que su conjeturable calidad moral, el gobernador de Chihuahua, Javier Corral, se enfrenta al gobierno federal so pretexto de la falta de entrega de 700 millones de pesos que, según dice, las autoridades hacendarias adeudan a esa entidad. No se tiene certeza sobre la existencia de tal obligación, puesto que no se ha hecho público ningún documento que la soporte irrefutablemente; lo único cierto es que en 2017 se depositaron en las arcas de aquella entidad alrededor de 42 mil millones de pesos, por concepto de participaciones y transferencias.
No es precisamente el orden lo que distingue a las finanzas públicas y al sistema de transferencias fiscales, si bien existen ordenamientos jurídicos y fórmulas financieras que establecen el régimen de entrega de la recaudación fiscal participable, también es cierto que se deja mucho margen a la discrecionalidad en la transferencia de los recursos cuya naturaleza no necesariamente embona en la gaveta de las participaciones federales ni de las transferencias.
Uno de los fundamentos del federalismo mexicano se sustenta en la connivencia de dos órdenes soberanos en un mismo territorio: el federal y el estatal. Bajo ese régimen, tenemos un gobierno central y 32 gobiernos provinciales, cuya relación financiera se basa en lo que se conoce como el Sistema Nacional de Coordinación Fiscal, lo que no significa otra cosa que endosar a la federación la ingrata tarea de exprimir a los contribuyentes de todo el país con el cobro de las principales contribuciones a la renta y al consumo. En este diseño jurídico convencional las autoridades fiscales de los estados juegan un papel secundario y casi simbólico. Es aquí donde radica la causa primera de la falta de autonomía de los estados. Si no pueden ni quieren cobrar y administrar por sí mismas esas contribuciones, lo que les queda es estirar la mano para que mamá federación les de su mesada, lo que, por naturaleza, implica la negación misma del federalismo tal como se concibe en otras naciones.
Nuestro federalismo fiscal, lejos de ser un marco de asignación de atribuciones a los diversos niveles de gobierno y de la determinación de los instrumentos fiscales correspondientes a cada orden, se ha convertido en una relación de supra y subordinación de la federación frente a las entidades, las cuales no solo han condescendido históricamente con ello, sino que se rehúsan a que este esquema pueda verse modificado y que, en consecuencia, sean los fiscos locales los encargados de realizar la odiosa tarea de cobrar impuestos. Los gobiernos estatales prefieren instalarse en la zona de confort y solo proporcionar un número de cuenta a la Secretaría de Hacienda para que se le hagan los depósitos correspondientes a través del sistema de transferencias. En contrapartida, los impuestos que cobran las entidades en sus territorios son mínimos y en poco contribuyen al sostenimiento de sus finanzas.
Existe pues un sistema financiero público basado en las transferencias no condicionadas u obligatorias, integrado por el Fondo General de Participaciones y otros fondos, que se supone son resultado de esa cesión de facultades que hacen los estados a la federación y, por otro lado, están las transferencias condicionadas de recursos que son las aportaciones federales, es decir, recursos públicos condicionados a la obtención y cumplimiento de determinados objetivos tales como en materia de educación, salud, infraestructura social, etc. Ambos tipos de transferencias — condicionadas y no condicionadas— constituyen la columna vertebral del federalismo fiscal mexicano y las entidades federativas dependen de esos ingresos que suelen rebasar el 85% por ciento de sus presupuestos.
Los recursos que reclama el gobernador de Chihuahua no encuadran en ninguna de esas dos clasificaciones, de manera que aquello que públicamente exige en compañía de algunos intelectuales nostálgicos de aquel famoso Grupo San Ángel, no es precisamente algo a lo que indudablemente tenga derecho, sino que se trata de recursos ubicados en la zona gris de nuestro sistema fiscal y financiero mexicano; esto es, partidas del erario público que se reservan a la discrecionalidad de los funcionarios de hacienda y de los mismos estados, las cuales no están adecuadamente normadas y suelen ser objeto de “convenio” entre las partes.
Es evidente el desorden que suele privar en las haciendas públicas estatales, las cuales, basadas en sus alegres cuentas y estimaciones de ingresos con cargo a sus participaciones, suelen endeudarse y endilgar compromisos financieros a las siguientes generaciones para aumentar su gasto. Chihuahua, Veracruz, Nuevo León y la Ciudad de México han sido ejemplos paradigmáticos de ello. En su Análisis de Gestión Financiera 2016 la Auditoría Superior de la Federación reporta que, al primer semestre de ese año, el saldo de la deuda pública de las entidades federativas y municipios ascendió a 529,718.6 millones de pesos y que de 2008 a 2015 el saldo de la deuda pública subnacional se duplicó. Y concluye la ASF: “este endeudamiento no es sostenible y representa graves riesgos para las finanzas públicas”. Sin embargo, esas cifras no son terminantes, sino que a ellas es indispensable sumar otro tipo de obligaciones que contraen los estados y que suelen esconder bajo otras figuras jurídicas como fideicomisos “privados”, Proyectos de Prestación de Servicios (PPS), Asociaciones Público Privadas (APS), entro otras, que incrementan los pasivos sin alterar los informes de deuda pública.
Los ingresos excedentes de la federación suelen ser la fuente para cubrir a las entidades los recursos a cuáles, como Corral afirma, tienen derecho. En la praxis del sistema fiscal mexicano, esas partidas se reparten convencionalmente entre las entidades federativas y la aplicación de estos recursos no es clara ni transparente, lo cierto es que definitivamente no se aplican para paliar la carga de los empréstitos que obtienen.
En ese amplio margen de discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos al cual se prestan las propias entidades, es que el Gobernador de Chihuahua en un histriónico acto, acude a la capital del país para exigir la entrega de la suma que afirma le retiene la Secretaría de Hacienda de manera arbitraria, según dice. Bien harían las partes involucradas en presentar públicamente el “convenio” o cualquier otro documento en el que conste la evidencia de la obligación o la causa generadora del crédito que con republicana vehemencia se reclama. De no hacerlo así, todo se reduce a un simple y efímero pleito político propio de los tiempos electorales que se viven.