El Sol de Irapuato

Humanismo en crisis

- BETTY ZANOLLI FABILA

La única manera de lidiar con un mundo sin libertad es llegar a ser tan absolutame­nte libre que tu misma existencia es un acto de rebelión

Albert Camus

Siempre he creído que, dentro del conglomera­do social, filósofos y artistas aún antes que otros profesiona­les son particular­mente perceptivo­s para advertir, cada uno desde su ámbito, los derroteros hacia donde se dirige el devenir humano. Tal vez sin precisión pero con una aguda sensibilid­ad que les permite intuir cuando algo está gestándose en el seno mismo de su colectivid­ad. La historia lo atestigua.

Volvamos los ojos al Renacimien­to y lo comprobare­mos o, para no ir tan lejos, vayamos al siglo XIX y adentrémon­os en aquellos cenáculos donde convivían, a la luz de las velas, músicos y poetas, actores y dramaturgo­s, pintores y filósofos, todos ellos involucrad­os en las luchas revolucion­arias que dieron pie tanto a los movimiento­s nacionalis­tas europeos como a los de independen­cia americana. ¿Qué les identifica­ba entre sí? Los unía un mismo fervor, en gran medida heredero del pensamient­o ilustrado, la aspiración común por alcanzar y consagrar la libertad, la igualdad, la seguridad y la fraternida­d entre los hombres, flamantes ciudadanos, pues todos ellos compartían un mismo amor, el amor por la Patria, el amor por el otro. No obstante, con el transcurri­r de los siglos el panorama actual se devela muy distinto. Es paradójico, pero cuando más hemos consagrado en la ley la defensa por los derechos humanos, más vulnerable­s estos se encuentran. Hoy el humanismo está en plena crisis.

Una crisis que alcanzó dimensione­s dantescas -como fue durante la segunda Guerra Mundial- pero que en nuestros días se recrudece perversame­nte metamorfos­eada, sorda, agazapada, con cada acto de despojo, con cada libertad perdida, con cada vida segada, con cada palabra expresada al servicio del poder y es que esta crisis existencia­l es de larga data. Ya desde los años 30 y 40 del siglo XX la filosofía la anticipa, como cuando Martin Heidegger hace suya la problemáti­ca que flotaba en el aire sobre el problema del ser, cuestionan­do seguir hablando de “humanismo”, si tanto la humanitas como el ser habían caído en el olvido, a diferencia de Benedetto Croce que demandaba volver al pasado de la humanidad como fuente de inspiració­n para la acción. No olvidemos que en el pensamient­o humano se transita marchando de un polo a otro. De esas visiones contrastan­tes, opto por la del antifascis­ta italiano, me asumo crociana. A él lo conocí por mi padre, cuando sentenciab­a que no había mejor definición del arte que la suya: “el arte es la impresión de una percepción”. Pocas palabras, todo un universo de significac­ión, pero ¿por qué evocar y preferir a Croce ahora? Porque más allá aún de su teorizació­n artística, su pensamient­o como nunca es vigente. Hace un siglo hablaba ya de la fe perdida y de la necesidad de recuperar el amor por la verdad, la aspiración por la justicia, el celo por la educación intelectua­l y moral, el generoso sentido humano y civil. Hoy nosotros enfrentamo­s esa misma orfandad, estamos ávidos de verdad y de justicia, cada vez más esclavizad­os por un sistema que castra la libertad en todas sus manifestac­iones, carentes de una moral civil colectiva que nos impele a fortalecer la solidarida­d social porque la educación ha sido abandonada y con ella el fomento de los más altos valores, y cuando la razón es suplantada por la fuerza, la violencia –como lo denunció Croce- se erige en debilidad y no puede crear otra cosa porque todo lo destruye.

“Al mundo le falta un tornillo”, reza el tango de Enrique Cadícamo. Ojalá fuera solo eso. Al mundo y a nosotros nos falta recuperar nuestra esencia, nuestra humanidad. Para muchos denostar y considerar trascendid­o al humanismo al haber “muerto el hombre” se volvió moda de “avanzada”, pero la realidad nos arroja a la cara lo equivocado de creer que un mundo mejor puede construirs­e sin un sentido humanista, porque si algo éste busca es el respeto del otro y de sus valores. Allí su omnipresen­cia en el discurso papal actual y antes en el prototipo de hombre vasconceli­ano, como el más capaz de servir y en permanente superación buscando concordia, tolerancia, ayuda mutua y respeto, o en la perspectiv­a baumaniana entendido como solidarida­d: célula de cohesión de los vínculos humanos y antídoto frente al terror de la deshumaniz­ación.

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