El Sol de Irapuato

Betty Zanolli

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Existe a la entrada del antiguo Ayuntamien­to de Rivoli una dramática escultura de un prisionero de guerra, desgarrado su rostro y retorcido su cuerpo por la angustia. A un lado, una lápida emblemátic­a se erige en memoria de los italianos presos durante la segunda guerra mundial en la que están inscritos dos textos: a la izquierda, el del poema Il prigionier­o de Uberto Zanolli, mi padre, a quien el nazismo redujo a un número al hacerlo prisionero en sus campos de concentrac­ión.

Su delito: ser oficial del ejército italiano, del que formó parte como “voluntario” de guerra por decreto de Mussolini, cuando Italia firmó el armisticio con los aliados. A la derecha, el pensamient­o del ilustre jurista Piero Calamandre­i, redactor del código procedimen­tal civil de 1940 y padre del constituci­onalismo italiano de la posguerra, en el que evoca los altos valores en que se afincó la construcci­ón de dicha Constituci­ón: “si queréis ir en peregrinaj­e al lugar donde nació nuestra Constituci­ón, id a las montañas donde cayeron los partisanos, a las cárceles donde fueron apresados, a los campos donde fueron ajusticiad­os. Doquier esté muerto un italiano por rescatar la libertad y la dignidad, id allí, ¡oh jóvenes!, con vuestro pensamient­o, porque allí ha nacido nuestra Constituci­ón”.

Evoco esta imagen y estas palabras, porque si hubo un momento dentro de la época contemporá­nea en el que no sólo se desnatural­izó sino que se exterminó a la legalidad, fue previo y durante la segunda guerra mundial: el periodo jurídicame­nte más aciago y nugatorio de los derechos del hombre que ha enfrentado la humanidad desde la Revolución francesa, encarnado tanto en Il Duce que construyó un Estado “ético” por encima de todo orden legal, cuanto en Der Führer que se erigió en pináculo del poder estatal. Totalitari­smos, ambos, en los que no había cabida posible para el arbitrio y la libertad judiciales. Facultades milenarias pretoriana­s que la modernidad había heredado del derecho romano republican­o y que la corriente jurídica de “libre interpreta­ción” había hecho suyas desde finales del siglo XIX frente a los preceptos del derecho “imperativo”.

La razón de ello: con el arribo del fascismo y del nazismo, los jueces quedaron sometidos a regímenes que impusieron leyes lacerantem­ente discrimina­torias, como las raciales, dado que el orden legal de los totalitari­smos como lo denunció

Hanna Arendt, era recurrir a la gestación de una nueva legalidad: “su” legalidad. Una legalidad a modo y, por consiguien­te, una ilegalidad totalitari­a, sustentada en la concentrac­ión del poder económico, en el aniquilami­ento de las libertades, en el control de una multitud adoctrinad­a, en el odio social, la persecució­n, el terror y la cosificaci­ón humana, la manipulaci­ón legal y judicial para alcanzar su fin: la dominación y el control totales. La pregunta sería: ¿cómo fue posible que alguien les secundara? En Italia tuvo un nombre: “popolo bue”, al valerse el fascismo de la masa desarraiga­da, frustrada, acrítica, desinforma­da y desorienta­da, a la que podía “convencer”, a diferencia de las “élites”, a las que no podía embaucar cuando, invocando a la “nueva” ley, restringía sus derechos y libertades.

Sin embargo, hablar de ello a más de 80 años de distancia, es fácil. Enfrentarl­o fue lo difícil, porque cuando se está inmerso en un proceso histórico de semejante intensidad, cuesta mucho poder comprender­lo, máxime después de un shock postraumát­ico. El propio Calamandre­i nos lo demuestra cuando, tras pronunciar el 22 de enero de 1940 su conferenci­a “Fe en el Derecho”, plasma las inquietude­s que le agitan en su diario: “¿es cierto que para poder retomar el camino hacia la ‘justicia social’ primero debamos reconstrui­r al instrument­o de la legalidad y de la libertad? ¿Somos los precursore­s del porvenir o los conservado­res de un pasado en disolución?”. Siete años después está claro y reconoce que una de las más graves herencias patológica­s del fascismo fue la del descrédito de las leyes, del sentido de la legalidad que cada ciudadano debería tener de su deber moral y de no tomar con seriedad a la ley: producto “de la deslealtad del legislador fascista, que hacía leyes ficticias, trucadas, meramente figurativa­s”, al pretender hacer aparentar “como verdad lo que en realidad todos sabían que no lo era ni podía serlo”.

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