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Nuestra sociedad es presa del delito. Delito que quebranta la norma jurídica y nos engulle desde todas las modalidades conocidas y desde todas las inimaginables, confirmando que más tarda el legislador en establecer nuevos tipos penales que el criminal en instrumentar otras más sofisticadas y efectivas. Sí, persecución sin fin, como lo ha evidenciado la cinematografía una y mil veces -recordemos Atrápame si puedes- y ejemplifica el reciente presunto ciberataque a la seguridad de Banamex, la más poderosa institución bancaria de nuestro país.
Por eso el combate creando más y más leyes es estéril. Otro es el camino. La delincuencia estará siempre a la vanguardia porque es parte de la esencia humana la transgresión a la moral social y al deber ser. Sin embargo, imposible dimensionar y visualizar la posible erradicación del delito dejando de lado que su noción está íntimamente vinculada con la génesis del Estado y del Derecho y sin acudir a su historia, que es la del hombre mismo. Comencemos.
Con el paso de los milenios, surgieron todo tipo de formas para denominarle, desde pecado hasta inconformismo o alejamiento cultural. El fenómeno es el mismo, refiere al ir contra lo que la propia sociedad ha establecido y que debe respetarse, porque de lo contrario deviene en ese actuar antisocial al que desde milenios atrás el mundo jurídico de tradición romana denominó delito. Palabra que procede etimológicamente del vocablo latino delictum: falta, error, y éste a su vez del verbo delinquere, integrado por el prefijo de, completamente, y linquere: abandonar, dejar donde está.
Ya desde los griegos, delito y pena ostentaban una connotación divina. Esto es, el hombre no era plenamente dueño de sus actos, pero tampoco estaba inerme frente a una fuerza exterior. Si cometía un delito y su comisión no estaba contemplada en su destino, aquél se develaría más
poderoso y fuerte que la propia fatalidad, pues como dijo Zeus de acuerdo con Homero: “¡Oh!, cuánto se quejan los hombres de los dioses! Dicen que sus males les llegan de nosotros, y ellos solos, por su demencia, agravan su destino”. ¿Demencia como causa del delito? Sí, locura, como diría Sócrates, pues para él sólo un loco podría buscar hacer el mal y dejar de hacer lo justo que es lo sabio.
Obrar nacido de la volición racional como Pitágoras antes ya había dicho: “Conocerás que los hombres se procuran los males por su propia elección”. Esto es, la fatalidad es más aparente que real y la libertad humana el motor causal del obrar humano, acorde o disconforme con el destino, pero siempre nacido de la libertad íntima que es parte de la libertad substancial cuyo equilibrio armónico, de ser roto, acarrea el mal y su consecuente y fatal castigo. Por eso Hesíodo ve a la justicia como el bien mayor y Solón a todo lo que fracture la eunomia causa detonadora de la dysnomia u origen de todos los males del Estado, lo que sólo un pensamiento irracional podría desear. Platón, a su vez, verá a la justicia como una virtud moral, ética, que cohesiona a los hombres y al delito como su opuesto, por lo que la pena -como la música- es “medicina del alma” y el castigo un acto de justicia, libertario, que permite salvar al alma por la vía del dolor y la expiación y ponerla en (re)conocimiento de la verdad y justicia. Valoración ética que Aristóteles asumirá, señalando que obedecer ley es un acto nacido