ALEJO MARTÍNEZ
En su sesión del pasado martes 14, el pleno de la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad con 384 votos a favor, cero en contra y cero abstenciones (con 116 ausencias), el decreto por el que se reforman o adicionan 31 artículos de la Ley Federal de Protección al Consumidor. Se trataba de una minuta proveniente del Senado, la cual fue sujeta a amplias y detalladas consultas con los sectores involucrados, incluyendo a los que pudieran resultar afectados. No deja de llamar la atención el que se haya logrado consenso entre todos los partidos, incluyendo todas las tendencias ideológicas, hasta la del sistemáticamente reacio opositor Morena.
Sin embargo, no han dejado de surgir objeciones entre algunos sectores de influyente opinión publicada. Parece que el artículo 10 BIS que se adicionó es uno de los que más oposición o reservas ha generado. Su texto prescribe que “Los proveedores no podrán incrementar injustificadamente precios por fenómenos naturales, meteorológicos o contingencias sanitarias”. Esa tímida disposición ha sido interpretada como una autorización expresa a violar un principio consagrado por la corriente neoliberal, que repudia toda intervención del Estado para el control de precios. Principio al cual se han adherido los gobiernos mexicanos de los últimos sexenios.
Es cierto que el control de precios por el Estado, utilizado en forma demagógica o populista, tiende a convertirse -como lo prueban diversas experiencias históricas, la más reciente y dramática plasmada en la Venezuela chavista- en una fórmula negativa que desalienta tanto la producción, como la inversión y en lugar de beneficiar el poder de compra de la población, desploma la oferta de bienes y servicios, lo que deriva en encarecerlos en los mercados negros que necesariamente afloran, perjudicando así más a quienes se pretendía beneficiar.
Pero el hecho de que un populista control de precios provoque esas lamentables experiencias, de ninguna forma puede entenderse como que todo control de precios ocasione necesariamente tales catástrofes económicas. El fenómeno real que domina la economía moderna radica en la acentuada tendencia a la concentración económica. Las poderosas e ineludibles fuerzas de la globalización están impulsando el imperativo de no tener que ser competitivos solo local o regionalmente, sino que ahora es cada vez más necesario volverse competitivos internacionalmente, a riesgo de ser engullidos por un pez, más grande, más apto y más competitivo.
Es también por ello que las empresas tienden a agigantarse, a fusionarse, a engullir a las menos competitivas y tal concentración económica ha tenido como consecuencia lógica y natural el surgimiento de lo que el notable impulsor del moderno Derecho Económico Gérard Farjat ha denominado como “poderes privados económicos”. Son gigantescas empresas que por la enorme asimetría de poderes tienden a imponer unilateralmente sus condiciones a usuarios y consumidores.
En tales circunstancias la intervención reguladora del Estado se convierte en la única posibilidad de imprimirle un mínimo de justicia y equidad al funcionamiento de los modernos mercados. El Estado mexicano, a pesar de los avances en la materia, ha sido sumamente ineficiente para impulsar por lo menos ese mínimo de justicia y equidad. Somos multitudes los que podemos atestiguar los infames abusos de bancos, afores, aerolíneas, servicios de telecomunicaciones y múltiples etcéteras.
La intervención reguladora del Estado se convierte en la única posibilidad de imprimirle un mínimo de justicia y equidad al funcionamiento de los modernos mercados.