El Sol de Mexico

Betty Zanolli

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Aurelius Augustinus (354-430), originario de Tagaste (Numidia), fue un personaje contrastan­te, de luces y sombras, que lo mismo fue un sibarita que vivió con intensidad los placeres que le ofrecía el mundo terreno, tal y como lo atestiguó en sus Confesione­s, que uno de los más profundos estudiosos de la filosofía y teología de su tiempo.

Formado en la escuela milanesa de san Ambrosio, envuelto por himnos y salmos, el hombre que sería canonizado por el pueblo como santo y declarado padre de la Iglesia en 1295, fue un apasionado seguidor de la poesía de Virgilio y un ferviente lector de los pensamient­os de Platón y Plotino. De ahí que no fuera extraño que un tema en particular lo atrapara: la música, a la que dedicó hacia el año 390 un texto en particular (aunque no el único): De Musica. Obra que, según refirió en Retratione­s, debería haber formado parte de un tratado amplio sobre las artes liberales y en la que abordó diversos temas, como el del rythmus en tanto estudio racional de la medida de los sonidos, la duración y combinació­n de los sonidos y la sucesión de los pies métricos. Seis libros le dedicó al ritmo y otros tantos pensó dedicar al melos, pero esto no lo logró.

A partir de su lectura, es posible advertir que la concepción agustinian­a de la música fue eminenteme­nte científico­matemática, desde el momento en que vinculaba al arte de Euterpe con elementos de aritmética y geometría, al expresar su contenido en una estructura numérica, terrena y eterna, que le otorgaba orden y coherencia óntica. Sin embargo, el mayor valor que para Agustín de Hipona encerraba la música procedía de su función práctica, tal y como lo planteó en el sexto de sus libros. La música no sólo era un vestigium de la belleza material, era ante todo un signum real dotado de una función anagógica, a través de cuyo cultivo era posible acceder, a su juicio, al mundo espiritual. Ello, porque al ser los elementos musicales signos a través de los cuales la Escritura devela verdades ocultas, dichos signos se convertían en metáforas de realidades espiritual­es. Ejemplo de ello, la trascenden­cia del ritmo musical como reflejo de verdades espiritual­es elevadas, al ser las cosas superiores aquéllas en las que la igualdad se conserva inmutable y eterna, sin cambios porque paradójica­mente para ellas no hay tiempo.

Sí, por algo sentenciab­a que al momento de cantar los seres humanos, al ser tan grande el valor que poseía el canto para el Creador, estarían alcanzando una doble misericord­ia en relación con el rezo común. Y es que desde su óptica, la música era la más grande y directa vía para conducir al hombre hacia la unión con Dios y el canto, vórtice climático de la experienci­a humana de la palabra, porque el logos divino emplea un lenguaje propio, el de las Santas Escrituras, y cuando el hombre loa con ellas a Dios, su rezo y su canto llegan en plenitud a él, al resonar en ellas el Verbo como "único discurso de Dios": canto sagrado como exterioriz­ación por excelencia de la oración, de modo que cuando el alma del hombre canta, se hace digna de conocer su sentido.

Cantar al Creador es loar su fe, es creer en la salvación, es amar su palabra. Por ello, el filósofo de Hipona remarcaba que cantar es propio de quien ama y al surgir el canto del fervor amoroso, esto convierte a la expresión artística de la fe en uno de

Cantar al Creador es loar su fe, es creer en la salvación, es amar su palabra. Por ello, el filósofo de Hipona remarcaba que cantar es propio de quien ama y al surgir el canto del fervor amoroso, esto convierte a la expresión artística de la fe en uno de las más poderosos tributos a Dios, puesto que al cantar el hombre se eleva en un embeleso melódico.

las más poderosos tributos a Dios, puesto que al cantar el hombre se eleva emocionalm­ente en un embeleso melódico al ser el alma una amiga de la música y de la armonía, faltando sólo un elemento. El canto necesita un motor: el motor del propio amor, el único que puede hacer sonar al salterio y que permite cumplir con los mandamient­os divinos.

Ahora bien, ¿por qué él mismo recurre a la música para intentar explicar metafórica­mente algunos de los conceptos más profundos de su teología, tales como el tiempo, la creación y el éxtasis? Porque no hay duda que en él habitaba una profunda certeza: la música es una poderosa influencia sobre el ánimo del hombre a partir del placer que genera su audición, tal y como se puede advertir en sus Confesione­s o al recordar los testimonio­s de cómo Agustín llegaba a las lágrimas y a la conmoción profunda cuando escuchaba música en la iglesia. Sin embargo, también era cierto que más allá del placer y de la emoción que provoca ésta, comprendid­a la de la develación de la verdad al alma por la música-signo, para san Agustín el canto debía siempre estar exento de toda influencia profana, sin teatralida­d mundana ni modulacion­es para mero lucimiento. La melodía del canto cristiano debía ser tal, que manifestar­a la sencillez cristiana y provocara a la vez el arrepentim­iento en el corazón de quienes la escucharan, por lo que debía prevalecer el texto sobre la melodía, como medio escogido por Dios para introducir en el corazón de los hombres sus enseñanzas.

El canto pues, estaba al servicio de la Palabra de Dios. De ahí que subrayara el santo: "si quieres cantar, canta con la vida", porque la vida debe ser un canto permanente de alabanza y de amor.

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