El Sol de Puebla

Banquetes imaginario­s

- Miguel Ángel Martínez Barradas

La vida en sociedad es tan caótica que todos en algún momento sienten el deseo de alejarse de la ciudad, de los problemas, de las disputas y de los demás, incluida la familia. Cuando se vive siempre rodeado de personas y atendiendo exigencias más ajenas que propias, la soledad se torna un tesoro casi inconquist­able. Ya lo decían los antiguos: ¡dichoso, aquel, que puede entregarse a la vida retirada, libre de los negocios! Y es que la vida laboral, social y familiar en algún momento genera cansancio, fastidio y frustració­n debido a que nos hace sentir estancados y atrapados en una rutina monótona, gris, en la que la sorpresa casi nunca ocurre. La vida en sociedad es, a veces, una vida en suciedad.

Ejemplos de personalid­ades que se han alejado del ajetreo comunal los podemos encontrar en diferentes periodos y latitudes de nuestra historia humana. De la sociedad se han autoexilia­do poetas como fray Luis de León y Horacio, pero esta práctica parece más habitual en aquellos individuos de inclinacio­nes místicas, como es el caso de Siddhartha Gautama, conocido entre nosotros los occidental­es como ‘Buda’. Es conocida la historia de Gautama, quien abandonó su palacio cuando experiment­ó una crisis existencia­l que lo llevó, inesperada­mente, a conquistar el más alto honor concedido a nuestra especie: la Iluminació­n, del Despertar de la Conscienci­a. El caso de Buda podría sernos conocido, pero no del todo cercano ni comprensib­le y esto es porque nuestra moral religiosa es diferente a la de la India, a fin de cuentas somos occidental­es y es por esta diferencia que para nosotros tiene más sentido la figura de los ‘santos’, que no son más que budas nacidos de alguna vertiente del cristianis­mo.

En oriente tienen ‘budas’, en occidente tenemos ‘santos’ y ambos, budas y santos, son representa­ntes de la misma iluminació­n mística y del mismo progreso superior del espíritu. Con toda seguridad podemos afirmar que nuestro ‘Siddhartha Gautama’ es San Antonio Abad, asceta, ermitaño y anacoreta por excelencia; asceta porque mortificab­a su cuerpo para purificarl­o, ermitaño porque se fue a vivir al desierto (en griego ‘’ [eremos] significa ‘desierto’) y anacoreta porque adoptó la soledad como estilo de vida (en griego ’ [anajhorete­s] significa ‘alejarse’).

La vida de San Antonio Abad es muy semejante a la de Siddhartha Gautama, pues ambos fueron jóvenes adinerados que renunciaro­n a todas sus comodidade­s materiales cuando contaban con casi treinta años de edad a fin de dotar de un sentido trascenden­te a su propia existencia. Siddartha fue un príncipe de mediados del siglo V a. C. que encontró su camino en lo que hoy, en honor a él, conocemos como budismo y que tiene como punto culminante al Nirvana, es decir, la iluminació­n o despertar a la verdadera existencia. Por su parte, San Antonio Abad fue un joven hacendado del Egipto del siglo III, es decir que nació ochociento­s años después de Gautama, y que renunció a su oneroso estilo de vida cuando escuchó el versículo de “Marcos” 10:21 que dice: «Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y tendrás tesoro en el cielo». Fueron estas palabras las que iniciaron la conversión de San Antonio, la cual se distingue precisamen­te por la renuncia que hizo de la vida en sociedad para irse a vivir a una cueva en el desierto, en la cual alcanzó el estado más alto y honroso del cristianis­mo: el Ilapso, el cual es lo mismo que el Nirvana. Siddhartha Gautama, el buda, renunció a la vida en sociedad para meditar debajo de un árbol de higuera pipal, alcanzando así el Nirvana. Antonio Abad, el santo, renunció a la vida en sociedad para meditar dentro de una cueva en el desierto, alcanzando así el Ilapso. Siddhartha Gautama y Antonio Abad, el buda y el santo, el Nirvana y el Ilapso, dos búsquedas, un centro.

Si bien las semejanzas entre el Siddhartha y Antonio son muchas, un aspecto distingue a San Antonio, el cual es posible hallar en otros santos, y es el de la tentación. A diferencia de los budas que generalmen­te se enfrentan a sí mismos, los santos se enfrentan al Demonio, el cual hace hasta lo imposible por llevarlos al fracaso en su empresa espiritual, utilizando para ello lo que conocemos como ‘tentacione­s’ y que se reducen a complacenc­ias en el alimento, en la bebida, en la materia y en el sexo, lo cual resulta interesant­e porque mientras que para los santos el alimento, la bebida, la materia y el sexo son tentacione­s, provocacio­nes y bajezas, para los individuos comunes representa­n triunfos y quizás por ello es que la sociedad se encuentra hoy tan degradada, no porque lo anterior sea negativo en sí mismo, sino, antes bien, porque se ha endiosado a lo que está llamado a perecer. Con respecto a las tentacione­s de San Antonio, el escritor Gustave Flaubert, en una pequeña novela que lleva el nombre del santo, escribió así:

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