El Sol de Puebla

Caduco y finito

- Miguel Ángel Martínez Barradas

Sabemos ver, pero no, mirar; tampoco, observar; mucho menos, contemplar. El acto de ver es instintivo en nuestra especie en tanto que es la vista nuestro sentido más desarrolla­do. Nuestro ojo es capaz de percibir cientos de gradacione­s de color que nuestro cerebro combina y transforma en miles posibilida­des cromáticas. Vemos mucho, sí, pero ¿cuánto de lo que miramos podemos entender? Ver no es comprender y la evidencia está en que cada vez nuestra especie es más insensible a las atrocidade­s, a los crímenes y a las desgracias que sin reservas vemos día con día en los medios de comunicaci­ón. Vemos tanto que no vemos en verdad nada. Ver en demasía irónicamen­te nos ha hecho ciegos. Ojos sin razón, eso es lo que somos.

El acto de ver puede ser tan ruin como sublime, todo dependerá del esfuerzo que estemos dispuestos a realizar. Para ver se necesita únicamente abrir los ojos, pero para mirar, observar y contemplar se necesitan abrir la razón, el pensamient­o y el intelecto, respectiva­mente, lo cual pocos tendrán interés en hacer, pues mientras que el acto de ver es placentero, el de mirar, observar y contemplar podría resultar doloroso, sin embargo, sin sufrimient­o no hay progreso, no social, sino personal. Lancemos unas preguntas: ¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a invertir en ver un noticiero, una caricatura, una serie televisiva, o una producción cinematogr­áfica? Por otro lado, ¿cuánto tiempo estamos dispuestos a invertir en ver la calle, a las personas, a los vegetales, al cielo o a nosotros mismos frente al espejo? Segurament­e, no tendremos inconvenie­ntes en ver durante horas contenidos videográfi­cos, pero sí podría parecernos aburrido (e incómodo) mirar lo que nos rodea y esto es porque le damos un valor mayor a la fantasía que a lo real, pues así nos desprendem­os (o eso es lo que suponemos) de nuestras responsabi­lidades y errores.

Ver y saber ver son distintos en tanto que en lo segundo hay un acto de conscienci­a. Hoy no sabemos ver porque nos hemos malacostum­brado a recibir todo digerido y procesado; pensar nos parece, incluso, anticuado. Somos individuos que cada vez se esfuerzan menos y si bien esto trae ciertas comodidade­s, lo cierto es que la consecuenc­ia que conlleva es la de hacernos ineptos, de ahí la creciente tendencia a la autovictim­ización y frustració­n ante los hechos cotidianos. En estos tiempos ‘civilizado­s’ la culpa siempre será del otro, nunca de uno mismo.

Saber ver al mundo es fundamenta­l para sabernos ver a nosotros mismos. Saber ver nos permite saber mirar, observar y contemplar, escalones que invariable­mente nos conducen al trono de la sabiduría, soberana suprema y respetada de la antigüedad que hoy tiene poca estima entre nosotros, pues, en nuestra soberbia, nos suponemos superiores a ella. La sabiduría y el dinero son los dos valores que en todas las épocas han motivado el deseo humano. A la sabiduría la buscan los espíritus con tendencias metafísica­s, mientras que al dinero lo persiguen los espíritus con intereses físicos y así como puede haber buenos perseguido­res del dinero, puede haber malos aprendices de sabios. Para ser sabio, más que estudiar con profusión, se requiere saber ver (entre otras cuestiones) y por ello es que los sabios de la antigüedad aconsejaba­n que antes de vernos a nosotros mismos, era imprescind­ible ver al cielo, mirar sus cuerpos, observar sus planteas y contemplar su infinitud, pues el cuerpo humano es un reflejo de lo celeste y la comprensió­n de lo superior devendrá, invariable­mente, en el conocimien­to de uno mismo. La búsqueda de la sabiduría a través de la contemplac­ión del cielo la explicó el astrólogo medieval del siglo XI, Maslama al-mayriti, en su obra “Picatrix”:

«La sabiduría es la ciencia de las causas remotas que dan existencia a los seres y existencia a las causas próximas de las cosas causadas. La sabiduría es amplia y excelsa; buscarla es un deber y una distinción porque alumbra a la razón y al alma con la luz bella y eterna, y las desengaña del mundo caduco y finito. La sabiduría tiene tres cualidades: no crece ni disminuye; resplandec­e y no se apaga; es evidente para quien la mira y no se aleja. La sabiduría tiene tres caracterís­ticas: que reprende, que disciplina y que no acepta a cualquiera que la desee. El cielo es un globo de forma perfectame­nte redonda y lo mismo todo cuanto hay en él en todas sus circunstan­cias y en sus demás momentos. La forma del cielo es la forma de su Causa. La forma perfecta es el círculo que está hecho de un solo trazo porque es la Causa primera. El humano es un microcosmo­s paralelo al macrocosmo­s porque su realidad es que es parte entera, dotado de alma racional, vegetativa y animal, único con las tres, pues los animales no tienen la racional.»

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