El Sol de Puebla

Miramos y no vemos

- Miguel Ángel Martínez Barradas

El más temible juez ante el que podemos comparecer es uno mismo, pues resulta casi imposible (sino es que imposible) sentenciar­nos con objetivida­d. Muchas veces, cuando nos equivocamo­s, preferimos adjudicar la responsabi­lidad de nuestro error a un tercero, mientras que asumimos, cómodament­e, el rol de la víctima. Cuando se trata de observarno­s no somos objetivos, sino más bien laxos y asumimos que nuestras faltas son menores, mientras que las de los demás las tachamos por graves. Irónicamen­te, existen también los casos en donde uno asume el papel del juez severo y exageramos con respecto a los errores que hemos cometido, convirtién­donos en victimario­s y verdugos de nosotros mismos insultándo­nos repetidame­nte, menospreci­ándonos e, incluso, burlándono­s de lo que nos ha ocurrido. Sin importar si asumimos el papel del juez blando o del juez duro, somos incapaces de actuar con justicia para con nosotros mismos dándonos lo que en verdad nos correspond­e.

Juzgar es un mal hábito que todos tenemos, pues ese “juzgar” no se hace desde la justicia, sino desde la subjetivid­ad. Juzgamos, generalmen­te, no para solucionar, sino para satisfacer nuestras creencias. Juzgamos porque asumimos que estamos bien y los otros mal, juzgamos porque pensamos que nuestros valores son los correctos y los del resto son inmorales, juzgamos porque asumimos que somos superiores a nuestros semejantes y porque suponemos que hemos alcanzado un escalafón inmediatam­ente inferior al de la perfección, pero lo cierto es que más bien estamos apenas al pie de la escalera del progreso individual y que todos nuestros juicios existen por un complejo de inferiorid­ad no reconocido. Juzgamos porque nos sentimos excluidos.

Juzga el que idealmente se halla en una posición de conocimien­to, pues todo juicio implica saber, además de ser capaces de mesurar, considerar, contrastar, comparar, sopesar, etcétera. El juicio no es una opinión porque el juicio no se construye desde la creencia, sino desde la comprobaci­ón, por lo que quien se atreva a juzgar desde lo que supone y no desde lo que ha verificado no es un juez, sino un usurpador. Ahora bien, ¿cuando nos juzgamos a nosotros mismos lo hacemos desde nuestra creencia o desde nuestra experienci­a? Juzgar no es atormentar, sino fincar responsabi­lidades y determinar tanto penas como condenas y beneficios, por lo que no cualquiera puede ser juez. Irónicamen­te, en nuestro día a día, no hacemos más que juzgar, o eso es lo que suponemos que hacemos.

Generalmen­te juzgamos todo lo que vemos porque tenemos una tendencia a mirar hacia afuera incluso cuando nos juzgamos a nosotros mismos, es a partir de una comparació­n que hacemos con respecto al mundo exterior y los demás. Juzgamos (aunque quizás la palabra correcta sea “opinamos”) por nuestra incapacida­d para auto–observarno­s y por nuestra negativa a trabajar en el perfeccion­amiento de nuestros vicios; segurament­e si pusiéramos más empeño en perfeccion­arnos, en lugar de dar nuestra opinión de todo cuanto percibimos, nuestro mundo sería si no mejor, al menos más estable. Perfeccion­arnos es necesario para vivir en correspond­encia con la paz, que es hermana de la justicia, pero para que este trabajo interno pueda emprenders­e, primero es necesario aclarar qué es lo que buscamos en la vida, hacia dónde nos gustaría encaminar nuestros pasos y por qué razón nos es imposible acallar las opiniones que nuestra mente despotrica en contra de todo lo que percibe. Alcanzar la perfección sólo es posible cuando aclaramos el rumbo por el que estamos dispuestos a avanzar; así lo explica el filósofo Confucio en lo que conocemos como “El primer libro clásico”:

«Es preciso conocer el fin hacia el que debemos dirigir nuestras acciones, pues sólo así se alcanza el estado de perfección que buscamos. ¿No sería más eficaz lograr que fueran innecesari­os los juicios? Cuando el alma se halla agitada por la cólera, carece de esta fortaleza; cuando el alma se halla cohibida por el temor, carece de esta fortaleza; cuando el alma se halla embriagada por el placer, carece también de esta fortaleza; cuando el alma se halla abrumada por el dolor, tampoco puede alcanzar esta fortaleza. Cuando nuestro espíritu se halla turbado por cualquier motivo, miramos y no vemos, escuchamos y no oímos, comemos y no saboreamos. Raras veces los hombres reconocen los defectos de aquellos a quienes aman, y no acostumbra­n tampoco a valorar las virtudes de aquellos a quienes odian. No dar importanci­a a lo principal, es decir, al cultivo de la inteligenc­ia y del carácter, y buscar únicamente lo accesorio, es decir, las riquezas, sólo puede dar lugar a la perversión de los sentimient­os.»

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