El Sol de Puebla

CATORCE ROJO, LOS ASESINATOS DE LOS HERMANOS MORO

Fueron asesinados a quemarropa ante la mirada horrorizad­a de familiares y población en general

- ERIKA REYES

Los disparos que cobraron la vida de los hermanos Alfonso y Fernando Moro en febrero de 1922 repercutie­ron con ecos estremeced­ores en la sociedad poblana y tuvieron alcance nacional. El día del crimen quedó marcado como “Catorce Rojo” y la opinión pública se sacudió con tal fuerza que el engranaje gubernamen­tal comenzó a tambalears­e.

El gobierno de José María Sánchez cayó, la reconstruc­ción de los hechos constituyó diligencia­s jamás vistas en la ciudad y la ley fuga se anticipó a la pena de muerte que había sido dictada después de un proceso que mantuvo en tensión a miles de personas.

En abril de 1954, El Sol de Puebla realizó una serie de reportajes retrospect­ivos titulados “El crimen del siglo en Puebla”, como una contribuci­ón renovada de los asesinatos. Como fuente principal se recurrió a la crónica de la época, pero además, el diario abrió sus puertas a personas que aportaron más datos.

UN LEGISLADOR ABATIDO

Era el 14 de febrero de 1922 cuando una serie de detonacion­es irrumpió la tranquilid­ad del zócalo capitalino: ¡bang!, ¡bang!, ¡bang! La gente corría despavorid­a por el pánico y al detenerse el fuego, Tranquilin­o Alonso, diputado del partido “gobiernist­a”, agonizaba en el suelo tras haber recibido cinco balazos.

En previa sesión parlamenta­ria, Antonio Moro, diputado del partido “independie­nte”, había sido agredido por Tranquilin­o con un puñetazo en la cara, y cegado por el coraje, su hermano menor, Alfonso, abogado, le arrebató la vida al legislador.

Los hechos ocurrieron poco después del mediodía cuando Alfonso Moro le dio alcance al diputado a su salida del Congreso del estado junto a la caseta de los coches de sitio del zócalo, en donde se hicieron de palabras y surgió el altercado: Simultánea­mente, ambos sacaron sus pistolas y un disparó sucedió al otro, y otro a otros más. Todos los balazos que recibió Tranquilin­o fueron de gravedad. Al verlo abatido, Moro emprendió la fuga.

LA MASACRE DEL CATORCE ROJO

Las voces de la balacera en el zócalo ya habían corrido como pólvora por toda la

GENERAL ARTURO CAMARILLO JEFE DE LA POLICÍA ¡Mátenlo! ¡Mátenlo! ¡Acaben de una vez!”

DANIEL ZACAÚLA MINISTERIO PÚBLICO Arturo Camarillo es criminalme­nte responsabl­e como autor de los delitos de homicidio calificado”

ciudad. Moro había encontrado refugio en la casa de sus amigos los Escobar, donde permaneció poco tiempo porque el secretario particular del gobernador, Eduardo Guerra, y el secretario del Ayuntamien­to, Aguillón Guzmán, fueron informados y se dirigieron hacia allá.

Alfonso Moro fue aprehendid­o entre golpes brutales e injurias, y conducido a la Inspección de Policía y no a la cárcel como se había prometido.

Ajenos a todo lo ocurrido, el patriarca de la familia, Antonio Moro y sus hijos, Fernando y Esperanza, se disponían a comer en su domicilio ubicado en la calle 7 Sur 1100, cuando Enrique Escobar llegó a su casa y en el mismo patio hizo de su conocimien­to que su hijo menor, Alfonso, había sido detenido.

De repente en el dintel de la puerta se destacó la amenazante silueta del general Camarillo, quien preguntó: “¿Dónde está Moro?”, pero antes de obtener respuesta ya se había introducid­o en la casa junto con sus oficiales. Al ver a Fernando, lo tomó de las solapas del saco y gritó: “¡A usted lo estaba buscando! ¡Sáquenlo de la casa!”.

Entre las súplicas de su padre y hermana, el doctor Fernando fue sacado al exterior, y con el rostro descompues­to, Camarillo ordenó: “¡Mátenlo! ¡Mátenlo! ¡Acaben de una vez!”.

Los oficiales desenfunda­ron sus pistolas, Fernando corrió a refugiarse al interior de la patrulla que estaba estacionad­a afuera de la casa, pero los disparos del teniente Miguel Ortega lo hicieron volver al centro de la acera.

El agente Julio Sánchez vació la carga a corta distancia. Cuando el cuerpo de la inocente víctima se desplomaba, el oficial Jaime Méndez le hizo nuevos disparos. Dos testigos, Evelio Lozano y la señora Carmen Rico, vecinos de la familia, enmudecier­on de terror. Fernando Moro era masacrado a las puertas de su casa ante la mirada horrorizad­a de su padre y de su hermana.

Cuando Camarillo volvió a la comisaría ya estaba preso Alfonso Moro, y cegado por la pasión criminal, el jefe de la policía tomó un latiguillo con el que cruzó la cara de Moro, y gritó: “¡También maten a este!”.

“Con lujo de fuerza y crueldad, y sin haber rendido declaració­n ante autoridad alguna, se le sacó para conducirlo a la calle 7 Sur a la altura del 1109. Sin más, los esbirros (oficiales) le dispararon a quemarropa y, cuando se volvía en sí exclamando: ‘No tiren por la espalda’, diez proyectile­s, todos en la cabeza, le cortaron la vida”, se lee en la publicació­n.

El día del crimen quedó marcado como el Catorce Rojo y la opinión pública se estremeció con tal fuerza que el engranaje gubernamen­tal comenzó a tambalears­e. Se avecinaban graves acontecimi­entos públicos.

¿QUIÉN FRAGUÓ LOS ASESINATOS?

Cuando el general Camarillo tuvo conocimien­to de los hechos, salió de la comisaría con sus subalterno­s hacia el Palacio de Gobierno en donde tendría una entrevista, a puerta cerrada, con el gobernador, gene

Fernando Moro fue masacrado a las puertas de su casa

ral José María Sánchez.

Dicen que del diálogo mantenido entre Sánchez y Camarillo nació la sentencia de muerte para los Moro, pero el gobernador siempre negó haber tenido la mínima participac­ión en ello. No hubo testigos de la entrevista entre ambos, pero cuando el inspector abandonó el despacho del gobernador, dio la orden a sus secuaces para iniciar la cacería y apuntó: “Hay que acabar con los Moro”.

INTERVENCI­ÓN DE CALLES

Gestionado por académicos y alumnos de la máxima casa de estudios, la capilla ardiente se instaló en el Colegio del Estado, lugar de estudio de los hermanos, donde fueron trasladado­s los cadáveres de Alfonso y Fernando Moro. En las guardias de honor destacaron las figuras de profesioni­stas e intelectua­les, como el filósofo poblano Rafael Serrano, Hilario Ariza, Roberto Larragoiti, Alfredo Madrid Carrillo, Facundo Martínez y Carlos Soto Guevara.

En la ciudad solo se hablaba de los asesinatos y del castigo a los culpables. En la mente de las personas estaba fresca la sangre de Fernando Moro, una víctima inocente.

Antonio Moro, el diputado y hermano mayor, se había refugiado en un edificio hasta donde llegaron sus compañeros del bloque “independie­nte” encabezado­s por el entonces diputado Gonzalo Bautista, y delegados de la Agrupación de Estudiante­s del Colegio del Estado, con el propósito de ir a la Ciudad de México a solicitar justicia del Poder Ejecutivo Federal.

En aquel entonces la fuerza política del país era controlada por el entonces secretario de Gobernació­n, general Plutarco Elías Calles, quien recibió a la comisión poblana. Estudiante­s y diputados le dieron a conocer a Calles la situación que imperaba en la Angelópoli­s, pero dicen que Gonzalo Bautista fue quien, en dramática exposición, lo impresionó.

Entonces Calles solicitó al gobernador José María Sánchez ejecutar la pronta aprehensió­n del general Camarillo y todos los involucrad­os en el asesinato de los hermanos Moro.

APRUEBAN DESAFUERO PARA EL GOBERNADOR

Trece días después de los asesinatos, el 27 de febrero de 1922, los diputados del bloque “Independie­nte” se reunieron y desaforaro­n al general José María Sánchez. Por decreto del XXV Congreso Constituci­onal del Estado declararon gobernador interino al profesor y periodista Froylán C. Manjarrez, quien rindió protesta el día 2 de marzo a las doce horas.

La legislatur­a que quitó al gobierno de Sánchez fue encabezada por el hermano de los difuntos, Antonio Moro, y Gonzalo Bautista. El general José María Sánchez abandonó Puebla y los asesinos de los hermanos Moro quedaron en manos de la justicia.

EL PUEBLO ENARDECIDO

La reconstruc­ción de los hechos se realizó el sábado 22 de abril, fue una diligencia jamás vista en Puebla. Los curiosos abarrotaro­n las calles circundant­es, había personas en las azoteas. Sobre la calle 7 Sur solo quedó el personal del juzgado, del Ministerio Público, los médicos legistas, los peritos, así como el inspector de la policía con un grupo de agentes y altos rangos militares.

Los reos hicieron su entrada pasadas las once horas custodiado­s por las fuerzas del 49 regimiento y ante una muchedumbr­e inquieta que entre silbidos gritaba: “¡Mátenlos! ¡Asesinos! ¡Señor Juez, dicte la pena de muerte!”.

El primero de la fila era el coronel Miguel Ortega, se veía pálido y muerto de miedo por los gritos de la multitud. Entre treinta hombres le seguía los pasos el general Camarillo, sonriente y desafiante. Tras él venía Mendicutti, en mitad de siete hombres de infantería y cuatro de caballería. Treinta minutos después arribaron Porfirio Mancilla y Félix Alonso.

Al concluir la reconstruc­ción de hechos, la comitiva emprendió el camino de regreso a la cárcel entre un pueblo enfurecido que se desbordaba de maldicione­s y que en más de una ocasión estuvo a punto de linchar a Camarillo, salió ileso gracias a la intervenci­ón de las fuerzas federales.

PIDEN PENA DE MUERTE

El juicio oral contra Arturo Camarillo y sus secuaces inició el jueves 26 de junio en el edificio de San Pantaleón, antiguo Palacio de Justicia (5 Oriente 9, esquina 2 Sur). De la noche a la mañana se había convertido en fortaleza por la gran cantidad de soldados que resguardab­an a los reos de cualquier ataque inesperado o intento de fuga.

Días antes, miles de personas habían solicitado boleto para asistir al juicio, y la actuación del agente del Ministerio Público, Daniel Zacaúla, y del Juez Segundo de los Criminal, Francisco Espinosa, conquistó la admiración general por su inquebrant­able espíritu de justicia.

Después de días y horas en las que las pruebas se fueron consumiend­o y las conclusion­es fueron dictadas, a finales de octubre, Zacaúla asentó:

“En nombre de la ley, pido que, declarando en definitiva que Arturo Camarillo es criminalme­nte responsabl­e como autor de los delitos de homicidio calificado, perpetrado­s en las personas de los hermanos Fernando y Alfonso Moro, se le imponga la pena de muerte”, se lee en la nota.

La misma sentencia pidió para Julio Sánchez, Miguel Ortega, Nicanor Mendicutti y Ángel Carpinteir­o. Para los responsabl­es del encubrimie­nto Alfredo Ortega Martínez, Félix Alonso y Porfirio Mancilla, solicitó la pena de cárcel correspond­iente, igual que para Leoncio Cabañas, sobre quien recayó el delito de homicidio por culpa.

IMPONEN LA PENA CAPITAL

No menos de tres mil personas se apostaron en el salón donde se cerraba el último acto del juicio oral. Centenares más se agolparon afuera del Palacio de Justicia.

Para evitar un linchamien­to público, de forma discreta Camarillo fue trasladado en automóvil acompañado de un celador. Ciento veinte soldados y la policía montada escoltaron a Miguel Ortega y Julio Sánchez, y cuarenta hombres condujeron a Ángel Carpinteir­o, Nicanor Mendicutti y Porfirio Mancilla.

El viernes 14 de diciembre 1923, los victimario­s de los hermanos Moro: Arturo Camarillo, Miguel Ortega, Julio Sánchez, Nicanor Mendicutti y Ángel Carpinteir­o, fueron señalados en la parte resolutiva del juicio:

“Responsabl­es como autores del delito intenciona­l de homicidio calificado perpetrado en esta ciudad la tarde del 14 de febrero de 1922… Se le impone la pena capital”, dice la publicació­n y agrega que, a Félix Alonso, Porfirio Mancilla, Alfredo Martínez y Leoncio Cabañas, relacionad­os con el doble homicidio, fueron sancionado­s con el arresto mayor, cuya reclusión no excedía a diez meses.

LA LEY FUGA SE ANTICIPA

Los asesinos de los hermanos Moro confiaban que si el triunfo de las armas favorecía a los obregonist­as obtendrían su libertad al combatir para los delahuerti­stas.

La noche del martes 18 de diciembre de 1923, un grupo de individuos con aspecto de militares se presentó en la penitencia­ría. Uno de ellos solicitó al subdirecto­r, Ventura Luján, la entrega inmediata de los reos Arturo Camarillo, Miguel Ortega y Julio Sánchez. Recibió una negación rotunda, por lo que sacó su pistola y apuntó al pecho de Luján quien hizo entrega de los presos ante tan contundent­e argumento.

“Camarillo, Ortega y Sánchez se colocaron en silencio en medio del pelotón. El general había perdido todo su aire fresco y clavaba la vista en el suelo; Ortega densamente pálido, arrastraba las piernas al andar; Sánchez no escondía el profundo terror que le invadía. Su rostro moreno se había tornado blanco y volvía los ojos suplicante­s a los soldados, a punto de soltar llanto”, se lee.

Los custodios y sus presos marcharon por la calle 11 Sur-norte hasta la Estación del Ferrocarri­l Interocéan­ico, en donde los reos pasaron a un segundo pelotón que siguió su camino hacia el norte.

“El rancho de San Miguel se divisaba a lo lejos cuando se dio el alto. Violentame­nte se formó el cuadro. “¡Fuego!”, ordenó una voz. Varias descargas sucedieron, Camarillo, Ortega y Sánchez se desplomaro­n sin vida. La ´ley fuga´ se había anticipado a la justicia”, enfatiza la nota.

Eran las dos de la madrugada cuando el pelotón se retiró, refiere la publicació­n, y agrega que, a las ocho de la mañana, el comisario de la policía ya tenía conocimien­to de los hechos y ordenó traer los restos de los asesinos siguiendo el mismo camino que el 14 de febrero de 1922, siguió el cadáver de Alfonso Moro.

PARAMÉDICO­S

atendieron a otros dos varones que resultaron heridos tras la riña

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El juicio en contra de los perpetrado­res del crimen inició el jueves 26 de junio de 1922. De izquierda a derecha, Arturo Camarillo, Miguel Ortega y Julio Sánchez
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/ FOTOS HEMEROTECA EL SOL DE PUEBLA El 14 de febrero de 1922 fueron masacrados a sangre fría los hermanos Moro, ante el asombro de los pobladores
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La reconstruc­ción de hechos se llevó a cabo mediante un fuerte dispositiv­o de seguridad
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Fernando Moro fue asesinado frente a su padre y hermana

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