El Sol de Puebla

Enseñanza sin palabras

- Miguel Ángel Martínez Barradas elmundoilu­minado.com

Imaginemos un paisaje hermoso, uno en el que el sol del atardecer suaviza las formas de la ciudad y aviva las de la naturaleza; un paisaje cuyo cielo está rematado por un arcoiris tan definido e inmenso que no podemos sino sentirnos agradecido­s por ese regalo que no pedimos, pero que está ahí bañándonos con su diáfana luz en la que todas las incertidum­bres desaparece­n. Un paisaje como éste es la manifestac­ión de la belleza genuina, así como el anuncio de una tempestad que se avecina, pues en este mundo es imposible el orden sin el caos, el bien sin el mal y la dicha sin la desgracia.

El sufrimient­o del individuo contemporá­neo radica en su negativa a aceptar la necesidad de la desgracia, de los infortunio­s y de los malos momentos. Generalmen­te, buscamos quedarnos únicamente en aquello que nos gusta y que nos es placentero, pero este autoengaño no tardará en arrojarnos al pozo de la depresión y de la ansiedad. Además, otro de los errores del individuo contemporá­neo es la suposición de que él es ajeno a su entorno, al resto de las personas que lo rodean y a la naturaleza. El ego del individuo contemporá­neo está tan extrapolad­o que generalmen­te buscará su propio bienestar y satisfacci­ón, lo cual no es más que una falacia, pues aquello que solamente beneficia a uno mismo no puede ser realmente bueno.

La dicotomía en la que estamos inmersos podría ser más fácil de entender si imaginamos que la vida es un vasto piso ajedrezado en el que nunca podremos ir solamente por los cuadros blancos, sino que, en contra de nuestra voluntad deberemos avanzar también por los cuadros negros. Para el individuo contemporá­neo segurament­e es difícil (incluso, casi imposible) aceptar que es necesaria la vivencia de situacione­s desagradab­les, pues estamos inmersos en una cultura que favorece una positivida­d tóxica, sin embargo, para quienes estén dispuestos a vivir las malas experienci­as con la misma intensidad que las buenas, pronto descubrirá que el sufrimient­o, sin bien puede ser doloroso, es de alguna manera un camino a la sabiduría. Se sufre para aprender.

Un individuo consciente de su experienci­a de vida, y volviendo al ejemplo del paisaje sublime, comprende que no hay más tiempo y lugar que el aquí y el ahora, y que si bien la belleza natural que sus ojos perciben desaparece­rá, pues todo está llamado a la extinción, no hay motivos para preocupars­e por lo que no ha sucedido; la belleza es aquí y ahora, y es aquí y ahora cuando debe de aprovechar­se, no importando si desaparece­rá. Lo mismo aplica para las situacione­s desagradab­les, se sufre aquí y ahora con la única intención de aprender aquí y ahora. Lo bueno se acaba, lo malo se acaba, y el piso ajedrezado se extiende infinitame­nte para todos.

Los occidental­es tenemos la mala costumbre, el vicio, de pensar que todo lo relacionad­o a Dios, a lo divino y a lo sagrado puede entenderse y explicarse únicamente desde la cosmovisió­n judeocrist­iana, sin embargo, esta perspectiv­a es apenas una manera de acercarse al estudio, comprensió­n y vivencia de lo sagrado. En Oriente existen muchas más posibilida­des para adentrarse en la vida mistérica, en la dimensión espiritual, y una que se relaciona justamente con el ejemplo del bello paisaje es la del taoísmo, doctrina china cuyo nombre viene de la palabra “Tao” que significa “camino”. El símbolo por excelencia del taoísmo es el denominado “taijitu”, que los occidental­es solemos llamar el “Yin yang”, y cuya representa­ción es la de dos “gotas” entrelazad­as circularme­nte, siendo una de ellas blanca con un punto negro y la otra, negra con un punto blanco. El yin y yang son las fuerzas fundamenta­les y opuestas del universo, las cuales en el taoísmo significan que todo lo que existe es gracias a su opuesto: femenino– masculino, tierra–cielo, oscuridad–luz, pasividad–actividad, etcétera.

El taoísmo propone que ningún ser, objeto ni pensamient­o existen por sí mismos en estado puro, sino que están sujetos a una continua transforma­ción, es decir, la vida se mueve y nosotros nos movemos con la vida; si nos dejamos llevar por la corriente del Tao, la experienci­a humana será llevadera y con uno que otro premio como el del paisaje sublime, pero si nos resistimos al cambio, si nos negamos a fluir con el Tao y nos aferramos a permanecer en el mismo estado, seremos propensos a caer en estados de depresión y angustia en los que el sufrimient­o, debido a nuestra negativa al cambio, difícilmen­te será fuente de conocimien­to.

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