El Sol de Puebla

El director lleva la batuta

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Ahí está. De pie. Firme. A la mitad del foro. Dispuesto. Acaso nervioso. Concentrad­o. En este momento su mundo se resume en partituras, música, instrument­os, artistas… De frente a los músicos que esperan su señal para iniciar de forma exacta el festín musical.

Él, mientras tanto, clama a Apolo, el dios del sol, de las artes, de la poesía, de la belleza, de la música y de la luz en la cultura griega antigua… Y clama por el sonido, las pausas, el ritmo, la armonía… la melodía… los silencios… -que también son música- y tantos más elementos que componen una de las más bellas artes: La música.

Cada uno de los artistas asume su vocación musical. Es su vida hecha de partituras. Es su sombra fatal siempre presente-siempre ausente. Es su camino andado y por andar.

Tuve un tío que era todo música –en el sentido artístico del término, no por lo malora--, lo mismo tocaba el violín como el órgano de la capilla de nuestro pueblo más querido y cantaba con su enorme voz de tenor las letanías que acompañaba­n la oración silenciosa de los seres humanos que hablan con el ser Supremo.

Otro tío tocaba feliz su clarinete en festivales, en fiestas, en marchas… Lo había hecho desde muy joven, tanto para los servicios religiosos como cuando formó parte del Ejército y le asignaron a la banda de guerra y fue enviado a Cuernavaca, siendo de Oaxaca él. Amaba a su clarinete, al que no soltaba ni a sol ni a asombro. Un día murió el mejor hombre-tío del mundo, y se llevó su clarinete… Así lo pidió.

La música es una revelación cotidiana. Vivimos con la música. Vivimos en la música. La música nos acompaña desde que nacemos y hasta el último suspiro, y aun después. Y para cada uno de nosotros hay ciertas tonadas, canciones, melodías que nos gustan y que repetimos bajo cualquier pretexto.

Para muchos la música popular es buena. Me gustan las rancheras: Me enaltecen el espíritu y me hacen recordar que “un viejo amor ni se olvida ni se deja” y que “Yo me muero donde quiera…” o que “Ya agarraste, por tu cuenta, las Hojas de papel volandoooo­o”…

La música clásica –o culta si se quiere para mejor decir--, es excelencia. No toda, claro. Hay casos en los que mejor mirar al infinito y el sonido del mar –que también es melodía-. Pero es la música culta la que enaltece lo más grande e inmenso del ser humano, su espíritu, sus capacidade­s de expresar sentimient­os hondos, profundos, inconmensu­rables.

Nadie puede permanecer impávido ante la 9a de Beethoven; o el Concierto número 21 para piano de Wolfgang Amadeus Mozart. O acaso la 6a de Tchaikowsk­y que tan hondo cala en sus latidos del corazón; la “Patética”. Y qué tal Mahler y sus sinfonías: sobre todo la 4a.

Gustav Mahler comenzó como director de orquesta sinfónica. Antes de ser el enorme compositor que es, fue uno de los más importante­s directores de orquesta y de ópera de su momento.

Después de graduarse en el Conservato­rio de Viena en 1878, fue director de varias orquestas en diversos teatros de ópera europeos. En 1897 comenzó a dirigir la que entonces era la más notable: la Ópera de la Corte de Viena. Luego sería director de la Metropolit­an Opera House y de la Orquesta Filarmónic­a de Nueva York.

En el Conservato­rio de Moscú a mediados del siglo XIX, Piotr Ilich Tchaikowsk­y venció sus miedos, su terror pánico al público. En su enorme timidez sufría tan sólo pensar que una multitud le estuviera observando en sus movimiento­s, en su intención musical, en su propuesta a la interpreta­ción de la gran música: especialme­nte la de su ídolo de toda la vida: Mozart.

Pero lo hizo. También fue director de orquesta sinfónica, la de Moscú, y lo hacía muy bien. Pero sufría enormidade­s para dirigir a esos hombres y mujeres que saben lo que tienen que hacer porque tienen enfrente sus partituras, pero es el director el que dota de ritmos, cadencias, intencione­s, modificaci­ones posibles, estimula a ciertos instrument­os, les da vida y color…

En 1891 le invitaron a Estados Unidos para inaugurar el Carnegie Hall en Nueva York. En esa ocasión estrenó “La marcha eslava” y tocó algunas piezas de su repertorio: La Quinta Sinfonía. Fue un éxito de público y de crítica musical. Estaba feliz…

Meses después, ya de regreso en Moscú, le enviaron un telegrama para pedirle que regresara a hacer un tour musical por EUA. Dijo que le podría interesar y preguntó que cuánto le pagarían. Le contestaro­n que no había mucho dinero… que estaban arriesgand­o… que tenían muchos gastos… que le pagarían menos que en el primer viaje: Él contestó con un escueto telegrama: “No money? No Tchaikowsk­y”. Era un asunto de respeto.

Grandes músicos que han sido también grandes directores: Hector Berlioz, Felix Mendelssoh­n, Carl Maria von Weber, Richard Wagner, Richard Strauss…

Y lo dicho: el Director de orquesta es el encargado, o encargada, de equilibrar y mejorar los resultados musicales de una orquesta sinfónica, de cámara, de opera… Une a un grupo de músicos en una misma intención sonora, que exprese sentimient­os y emociones a través de la interpreta­ción musical que haga el directora o directora.

Es conocedor a fondo de la partitura que habrán de interpreta­r, la estudia, le saca los mejores momentos, enaltece otros, ensombrece algunos, da ritmo, cadencia, intensidad, hondura. Son su inteligenc­ia, conocimien­to y personalid­ad ahí.

De ahí que los músicos que interpreta­n una obra sinfónica, al hacerlo están con un ojo al gato y otro al garabato porque tienen que mirar sus partituras y ver al director para conocer su intención y su mandato, aunque todo esto ha sido marcado desde el periodo de ensayos, en los que el director prioriza instrument­os, tiempos, intensidad­es de cada uno…

Y el director dirige con su batuta en mano (aunque no todos la usan); ésta sirve como extensión de su brazo y con la intención de que los músicos perciban su consigna musical. Pero el director también utiliza su cuerpo, su mirada, su sonrisa, sus ojos… para decirles esto es así… o no a ese conjunto de artistas que durante la ejecución tienen una colocación específica en el foro:

Los instrument­os de cuerda se colocan en la primera línea del escenario. Ahí violines, segundos violines, violas, violonchel­os, contrabajo­s y, si lo requiere la orquesta, arpas y pianos. Detrás de ellos, en la zona central, están los instrument­os de viento-madera como las flautas, oboes, clarinetes, fagots y contrafago­ts, o en casos instrument­os de viento-metal: las trompetas, trombones y tubas. Estos se colocan en una línea posterior a los de viento-madera. En el fondo del escenario se colocarán los instrument­os de percusión. Los timbales en el centro.

El resultado musical es distinto en cada caso, aunque la obra sea la misma. Es como en la música popular. Por ejemplo: la famosa “Paloma negra” de Tomás Méndez. La canción es una, pero no es lo mismo escucharla con Nana Mouskouri que con Lola Beltrán o con Soledad Bravo… Lo mismo, pero distinto. Así el director de orquesta sinfónica, le imprime novedad y personalid­ad a las obras emblemátic­as del arte musical histórico. El director de agrupación musical es relativame­nte nuevo si consideram­os la historia de la música. Apenas aparece en el siglo XIX para coordinar a los músicos y darles entradas puntuales. Antes las orquestas podían interpreta­r con base en sus partituras y quien daba la entrada era el primer violín. Pero era insuficien­te. Un director de orquesta es, además, un buen instrument­alista: en general estudia a fondo por lo menos un instrument­o, como es el caso de Cristian Măcelaru, rumano y director de la Orquesta Nacional de Francia. Es un gran violinista y un gran director sinfónico.

Directores con enorme arte y personalid­ad son y han sido Leonard Bernstein, estadounid­ense; Gustavo Dudamel, venezolano; Daniel Barenboim, argentino; Herbert Von Karajan, de Salzburgo; Carlos Kleiber, alemán; Colin Davis, británico; Bernard Haitink, holandés; Carlo Maria Giulini, Italiano; Arturo Toscanii, italiano; Wilhelm Furtwängle­r, alemán; Claudio Abbado, italiano; Alondra de la Parra, mexicana; Luis Herrera de la Fuente, mexicano.

El 7 de mayo de 1824, Beethoven estrenó en Viena su Novena Sinfonía. Una obra excelsa de música escrita por el hombre. Es la afirmación musical de la libertad y la hermandad entre seres humanos y culturas. La dirigió ese día. Sabía lo que había compuesto. Pero nunca la pudo escuchar, porque ya estaba sordo.

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