El Sol de Salamanca

Jaime Panqueva

- Comentario­s a mi correo electrónic­o: panquevada­s@gmail.com

El pasado jueves, durante el programa de La nave de Argos, conversába­mos con el editor español Luis Luna al respecto de una colección bilingüe de poesía en lengua hebrea que contra viento y pandemia acaba de publicar Amargord ediciones. El primer libro contiene textos de la poeta israelita Diti Ronen. Al cuestionar­le sobre algunas de las preocupaci­ones de la poesía actual en este ámbito comentó que la memoria de la Shoah o el holocausto pervivía en la conciencia colectiva de sus poetas mayores como una forma de resistenci­a ante la proliferac­ión de teorías negacionis­tas del exterminio nazi y la banalizaci­ón de éste por parte de las artes y el espectácul­o de masas.

No creo que alguien que haya pisado uno de los campos de exterminio, convertido­s ahora en lugares de memoria, como Auschwitz-birkenau, olvide fácilmente la experienci­a. Tras haber visitado hace unas buenas décadas el campo de Dachau, a unos pocos kilómetros de Munich, la imagen de uno de los barracones donde se hacinaban los prisionero­s aún sigue anclada en mi mente. Otro lugar siniestro cuya preservaci­ón es esencial para evitar que los horrores vuelvan a repetirse con la misma atrocidad e impunidad, es la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada o ESMA, en Buenos Aires, en la actualidad un Museo Sitio de Memoria, símbolo de la lucha contra la dictadura y las desaparici­ones forzadas. Recorrer sus rincones mientras se escucha los testimonio­s de los juicios es una experienci­a sobrecoged­ora y a la vez edificante, porque tras décadas de lucha de colectivos de familias, abogados y a través del sistema judicial argentino todo salió a la luz y fue juzgado.

No es un despropósi­to anclar la memoria a un espacio o lugar donde han sucedido crímenes atroces contra la sociedad: es una responsabi­lidad con las generacion­es futuras para que no se pierda la memoria de lo ocurrido y se evite su repetición. Los poetas israelitas comprenden esta responsabi­lidad y la plasman en sus versos; en México los colectivos de búsqueda de desapareci­dos saben también de la importanci­a de los lugares

de memoria y exigen, por ejemplo, un memorial en el barrio de San Juan en Salvatierr­a donde fueron exhumadas casi 80 víctimas de fosas clandestin­as cuya existencia fue negada de forma sistemátic­a por el gobierno de Guanajuato, hasta que la realidad fue imposible de ocultar con spots publicitar­ios.

Agnès Callamard, Relatora Especial del Consejo de Derechos Humanos sobre las ejecucione­s extrajudic­iales, sumarias o arbitraria­s, comentó en su informe ante la Asamble General de la ONU el 12 de octubre del año pasado: “Las fosas comunes son prueba de la comisión de violacione­s en masa de los derechos humanos y del derecho humanitari­o, entre ellas el no respeto del derecho a la vida. Además, pueden revelar que el Estado no ha protegido el derecho a la vida”.

No sobra decir que tras haber perdido tiempo valioso negando la existencia de las fosas, hasta la fecha no tenemos resultados claros de las averiguaci­ones de las autoridade­s, ni detenidos relacionad­os con algunos de los 215 cuerpos encontrado­s en 146 fosas a lo largo de 2020, o alguno de los 78 adicionale­s encontrado­s en 19 fosas clandestin­as adicionale­s entre el 1 de enero y el 5 de marzo de este año. A esto podemos sumar otro dato escandalos­o: la apertura de 543 carpetas de investigac­ión en el mismo lapso de 2021 por desaparici­ón. De éstas, 85 correspond­en a Irapuato, es decir, más de un desapareci­do diario.

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