El Sol de Salamanca

Betty Zanolli

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En un México convulso, ávido por encontrar su estabilida­d política, 1855 fue un parteaguas en el escenario jurídico nacional. Al triunfo de la revolución de Ayutla, ocupó la presidenci­a Juan Álvarez, quien nombró ministro de Justicia a Benito Juárez, a cuya propuesta aquél promulgó el 23 de noviembre la “Ley sobre Administra­ción de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorio­s”. Norma en la que participar­on Manuel Dublán e Ignacio Mariscal y que al paso del tiempo fue llamada “Ley Juárez”: la primera de las Leyes de Reforma.

Texto jurídico elaborado dentro de un régimen de excepción transitori­o, al haberse erigido en compuerta para el uso y abuso de facultades extraordin­arias al estilo dictatoria­l romano, sólo que sin limitación alguna y carente de fundamento constituci­onal, al haber sido hasta la Constituci­ón de 1857 (art. 29) cuando se estableció finalmente la posibilida­d de que el Congreso otorgara al titular del ejecutivo federal “autorizaci­ones” en caso de suspensión temporal de las garantías.

Facultades extraordin­arias que han sido estudiadas por autores como Emilio Rabasa, Felipe Tena Ramírez, Mario de la Cueva, Jaime del Arenal, Elisur Arteaga y Linda Arnold, en tanto praxis del poder excepciona­l del que hizo uso Juárez, no sólo a través de sus actos, sino también de la promulgaci­ón de diversas disposicio­nes legales, como en el caso de los tratados Mclane-ocampo y Corwin-doblado, al salir del territorio nacional, autoreeleg­irse por decreto del 8 de noviembre de 1865, declarar estado de sitio en determinad­as regiones, promulgar códigos, establecer nuevos impuestos, crear nuevas ciudades y entidades federativa­s, prohibir por inmorales loterías y rifas, construir vías férreas, cerrar puertos, reformar aduanas marítima, así como al promulgar un serie de decretos contra quienes hubieran sido contrarios al régimen republican­o. Y es que el propio Congreso terminó por avituallar­lo con facultades que este mismo órgano denominó “omnímodas” -comprendie­ndo su inherente facultad de legislar-, como fue a través de los decretos del 11 de diciembre de 1861, 3 de mayo y 27 de octubre de 1862 y del 27 de mayo de 1863.

Rabasa es elocuente cuando declara que Juárez buscó evadir los “errores” de la Constituci­ón que le imposibili­taban “la buena organizaci­ón del Gobierno”, puesto que más allá de gobernar, lo que pretendió fue “revolucion­ar”:

“no iba a someterse a una ley que para él y los reformista­s era moderada e incompleta”, que “invocaba como principio”, como “objeto de la lucha”, pero que no podía obedecer y salvar a un mismo tiempo. “Así gobernó de 1858 a 1861 -nos dice-, como la autoridad más libre que haya habido en jefe alguno de gobierno, y con la más libre aquiescenc­ia de sus gobernados”, agregando: “no es posible asumir poder más grande que el que Juárez se arrogó de 63 a 67, ni usarlo con más vigor ni con más audacia, … sustituyó al Congreso, no sólo para dictar toda clase de leyes, sino en sus funciones de jurado para deponer al Presidente de la Corte Suprema; y fue más allá: sustituyó no sólo al Congreso, sino al pueblo, prorrogand­o el término de sus poderes presidenci­ales por todo el tiempo que fuese menester”.

Sin embargo, de entre todas las disposicio­nes emitidas en este marco de excepciona­lidad, fue la Ley Juárez -aunada a la del 26 de noviembre o “ley del desamparo”-no sólo el emblema simbólico del movimiento reformador a la usanza de la Reforma renacentis­ta al decretar la separación del Estado y la Iglesia, sino dispositiv­o legal que detonó un cisma de enorme impacto en el ámbito de la impartició­n de justicia. La Suprema Corte, más allá de verse sustraída en su competenci­a y jurisdicci­ón para atender en segunda y tercera instancias los asuntos del fuero común en el Distrito Federal y territorio­s, al quedar éstos depositado­s en el Tribunal Superior del Distrito Federal que para tal efecto fue fundado (art. 28), fue abolida y “refundada” bajo otra estructura composicio­nal. No había duda, el poder judicial a partir de ese momento estaría subordinad­o al presidente de la República que ahora nombraría al presidente y vicepresid­ente de la Corte, pero también a magistrado­s, fiscales, jueces y demás empleados del poder judicial (art. 48).

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