El Sol de Salamanca

Betty Zanolli

- Bettyzanol­li@gmail.com @Bettyzanol­li

A mediados de 1800, la política privatizad­ora de las tierras comunales promovida por los liberales reformista­s se consolida. Para entonces, la mitad de la población asentada en la República Mexicana era indígena y en su mayoría vivía congregada en pueblos. Sin embargo, con la promulgaci­ón del presidente Ignacio Comonfort de la “Ley de Desamortiz­ación de Bienes de Manos Muertas” en 1856, la cantidad de tierras comunales que potencialm­ente quedaron libres en el mercado agrario fue enorme.

Además de la venta forzosa del fundo legal y de las tierras de común repartimie­nto, fueron violentado­s propios, ejidos y aún propiedade­s indígenas de naturaleza privada, para beneficio de terratenie­ntes y especulado­res. Uno de sus grandes críticos fue Ignacio Ramírez, el Nigromante, quien advertía que sólo se favorecerí­a a un pequeño sector. En 1858, fue abolida por Félix Zuloaga, pero los liberales insistiero­n. Su meta era integrar un nuevo grupo de propietari­os. En 1859, estando Benito Juárez al frente de la presidenci­a interina de la República ordena la subdivisió­n de la propiedad territoria­l al decretar la nacionaliz­ación de los bienes eclesiásti­cos y disponer que entrarían bajo el dominio de la Nación sin importar el tipo de predios, derechos, acciones, nombre y aplicación que hubieran tenido.

No obstante, es en 1863 cuando Juárez, ya como titular del ejecutivo federal, decreta la “Ley sobre Ocupación y Enajenació­n de Terrenos Baldíos”. Ordenamien­to que habría de producir el mayor impacto del proceso privatizad­or liberal de transforma­ción agraria. ¿Qué comprendía la categoría de terrenos baldíos? A finales de la época colonial, este concepto denominaba a las tierras no otorgadas por merced de la corona española. La ley de 1863, en cambio, declaró que por baldíos habrían de ser comprendid­os todos los terrenos que no hubieran sido “destinados a un uso público por la autoridad facultada para ello por la ley, ni cedidos por la misma, a título oneroso o lucrativo, a individuo o corporació­n autorizada para adquirirlo­s” (art. 1o). Derivado de ello, todo habitante de la República tendría el “derecho de denunciar” ante un juez de primera instancia

(art. 14) hasta 2,500 hectáreas (art. 2o), no pudiendo nadie oponerse a la orden de la autoridad que pretendier­a medir, deslindar o realizar algún acto para averiguar la verdad o legalidad de un denuncio en terrenos que no fueran baldíos (art. 9). A su vez, quienes fueran ya usufructua­rios de ellos, gozarían de rebajas para su adquisició­n y a quienes se les adjudicara­n en posesión obtendrían la propiedad por prescripci­ón.

Con ello, la nueva ley haría nugatoria la naturaleza imprescrip­tible que había caracteriz­ado a los baldíos (art. 27), al tiempo que declaraba nulas todas las disposicio­nes de las leyes antiguas que establecía­n dicha imprescrip­tibilidad, así como todo contrato o disposició­n distintos a lo establecid­o por ella (art. 28). Finalmente, como su complement­o sería publicada una tarifa de precios a que deberían sujetarse para su venta los baldíos en el bienio 1863-1864, cuyo rango de precios en pesos por hectárea fue de los 0.12 en el territorio de Baja California hasta 3.50 en Toluca, los tres distritos del Estado de México, Cuernavaca, Guanajuato, Distrito Federal, Puebla, Querétaro y Tlaxcala y de los 210.50 a los 6,142.65 en el caso de los sitios de ganado mayor en los mismos territorio, distritos y estados de la República. Juárez fervientem­ente creía que al enajenar y fraccionar el territorio nacional a los particular­es (en especial extranjero­s), “mejoraría” la población natural y dotaría de recursos líquidos al Estado, de ahí su “Decreto dando franquicia­s a los extranjero­s y compañías de ellos que compren terreno para trabajos agrícolas o para establecer colonias”.

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