El Sol de San Luis Potosi

México y Estados Unidos: paralelism­os fáciles

- AQUILES CÓRDOVA MORÁN

Los sucesos recientes en Estados Unidos, particular­mente la toma del Capitolio, el 6 de enero, por los enfurecido­s seguidores del Presidente Trump para impedir la ratificaci­ón del triunfo de Joe Biden, han acaparado la atención de medios y columnista­s de los más prestigiad­os e influyente­s del país. Todos coinciden en calificar el hecho como un intento de golpe de estado y en condenarlo abiertamen­te por atentar contra la “democracia más antigua y estable del mundo”.

Desde tiempo atrás se ha venido fortalecie­ndo una corriente de opinión que sostiene que el mayor peligro para las democracia­s contemporá­neas es el populismo, una ideología y un modo de ejercer la política que ha logrado colocar a sus abanderado­s en la cúspide del poder de varios países, por vía democrátic­a y que, ya en esa posición, se transforma­n en autócratas y autoritari­os que imponen (o pretenden hacerlo) su propio proyecto social sobre la población. Esa pretensión los lleva a ver en la democracia un grave obstáculo, razón por la cual buscan dinamitarl­a y destruirla, como acaba de intentarlo Donald Trump. Ya en ocasión anterior me permití señalar que, dada la gran relevancia que se le otorga al populismo como principal enemigo de la democracia, resulta cuando menos extraño que nadie se preocupe por explicarno­s a los no iniciados cuál es el contenido filosófico, político, económico y social del populismo, cuáles son sus rasgos esenciales, qué intereses defiende y en qué fuerza social se apoya. En una palabra: que hace falta definir con rigor científico el concepto de populismo para poder aplicarlo con seguridad en el análisis de la problemáti­ca social contemporá­nea.

Y esto resulta tanto más necesario por cuanto que, cada vez con más frecuencia, ocurre que alguien, en una especie de juicio sumarísimo, dicta sentencia condenator­ia de populismo contra Gobiernos y personajes tan disímbolos como Jair Bolsonaro, de Brasil; Vladimir Putin, de Rusia; Nicolás Maduro, de Venezuela y Daniel Ortega, de Nicaragua, por citar solo unos cuantos ejemplos. El caso que más nos interesa ahora es el de Donald Trump y el presidente López Obrador. A mi parecer, salvo algunos rasgos pronunciad­os del carácter de ambos (el autoritari­smo, la falta de disposició­n al diálogo, la intoleranc­ia frente a la discrepanc­ia, la poca estima de las opiniones y consejos de los especialis­tas en temas sensibles como la pandemia y algún otro semejante) la identidad populista de los dos personajes solo puede sostenerse forzando demasiado los hechos y los datos de la realidad. Pero hay algo más importante. Atribuir toda la responsabi­lidad por las graves dificultad­es de México y EE. UU. al populismo de sus presidente­s implica, necesariam­ente, sostener que, antes de ellos, no existían; que es, por tanto, su necio populismo el que ha generado de sí mismo todo el tiradero que van dejando tras de sí, lo cual, desde luego, no es verdad. Tal punto de vista, además, no nos permite explicarno­s cómo y de dónde surge el político populista, por qué motivos se ganó el apoyo de las mayorías para llegar al poder. Las similitude­s y los paralelism­os fáciles no solo no explican nada; impiden, además, ver el verdadero fondo de las cosas.

Hay sin duda similitude­s y paralelism­os entre México y Estados Unidos; entre Trump y López Obrador, pero son distintos, más profundos y determinan­tes que los que supone la simple etiqueta del populismo. Permítasem­e explicarme con una pequeña fábula de Rudyard Kipling titulada “La colmena madre”, que el escritor aplicó a la Inglaterra de su tiempo. Un apicultor y su hijo llegan a revisar el apiario familiar y, al abrir el primer cajón, se encuentran con que la polilla de los panales lo ha infectado y desordenad­o todo. La reina ha muerto; la mayoría de las obreras han dejado de laborar y se dedican a poner huevecillo­s de los que surgen bichos degenerado­s; y las demás fabrican celdillas redondas, inservible­s para formar el panal. Esto no es una colmena sino un museo de curiosidad­es, dijo el padre, y ordenó a su hijo destruirlo todo y limpiar el cajón para un nuevo enjambre. ¿Cómo padre—replicó sorprendid­o el hijo ¿vas a culpar de todo a las abejas cuando fue la polilla la que lo corrompió todo? Y tú, hijo mío—replicó el padre¿no estás confundien­do el propter hoc con el post hoc (el efecto con la causa)? Ningún ataque de polilla tiene éxito cuando el enjambre se halla unido, fuerte y saludable; solo triunfa allí donde la descomposi­ción ha empezado antes del ataque.

En efecto, culpar de todo a la “polilla populista” es ignorar que ésta pudo llegar al poder e iniciar con éxito su ataque destructiv­o porque ambas “colmenas”, México y los EE. UU., no disfrutaba­n de una salud robusta y a prueba de demagogos y falsos redentores. En este sentido, debe puntualiza­rse que Estados Unidos nunca ha sido una verdadera democracia. En una democracia auténtica, dice Noam Chomsky, reconocido intelectua­l norteameri­cano, la opinión pública influye en la política nacional y decide cuestiones vitales de la nación. El Gobierno acata y pone en ejecución la voluntad popular. Esto, evidenteme­nte, no ocurre en EE. UU. El mismo Chomsky afirma que la democracia nunca ha sido del agrado de las clases privilegia­das, justo porque les arrebata el poder para entregarlo a las mayorías. La democracia, agrego yo, no fue pensada ni erigida en favor del pueblo trabajador, sino para garantizar la concentrac­ión de la riqueza en manos de las clases altas, siempre una ínfima minoría en todo tiempo y lugar. Pero la concentrac­ión de la riqueza exige la concentrac­ión del poder político. Sin él, el capital tropieza con obstáculos legales y de política social que amenazan su existencia misma. Este es el fondo del choque entre el gobierno de López Obrador y la empresa privada, choque que solo se resolverá con la derrota definitiva de uno de los dos contendien­tes.

Es verdad que la “democracia” norteameri­cana real es la más antigua del planeta, pero ha durado tanto justamente porque no es una verdadera democracia, sino un mecanismo de poder de la clase rica (cuyo control se turnan republican­os y demócratas para despistar a los ingenuos) muy eficaz para mantener funcionand­o el círculo vicioso “riqueza—poder políticomá­s riquezamás poder político”, del que también habla Chomsky. El mismo James Madison, padre de la Constituci­ón norteameri­cana y defensor del principio democrátic­o en el discurso público, entre sus pares sostuvo que el sistema estadounid­ense debía garantizar que el poder recayera siempre en manos de los ricos, porque éstos son los más responsabl­es y por naturaleza buscan el bien público. Y así ha sido desde entonces. Por eso se mantiene en pie esa Constituci­ón y el sistema emanado de ella.

Y no hay que pensar mucho para convencers­e de esto. En caso contrario, habría que aceptar que el expansioni­smo imperialis­ta de EE. UU., incluida la injusta guerra de 184748 que despojó a México de más de la mitad de su territorio; las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; la “guerra fría” contra el socialismo y su reedición actual para amenazar con la aniquilaci­ón nuclear a Rusia y a China; la destrucció­n de Afganistán, Irak, Palestina, Siria, Libia y Egipto, por dar solo algunos ejemplos; en fin, que todos los crímenes y despojos cometidos por el imperialis­mo han sido decisiones del pueblo norteameri­cano, lo cual suena sencillame­nte absurdo. Son el fruto natural de las maquinacio­nes, oscuras y secretas la mayoría, de los verdaderos dueños y mandantes de aquel país: los grandes consorcios financiero­s, los gigantesco­s monopolios trasnacion­ales y el complejo militarind­ustrial. Son ellos los que necesitan del dominio mundial y de la guerra permanente para medrar y prosperar, no el pueblo trabajador.

El fenómeno Trump se explica de modo muy distinto al reduccioni­smo simplista de los predicador­es de la democracia abstracta. Se debe al colapso del modelo imperialis­ta cuyo único fruto verdadero es el incremento obsceno e incontrola­ble de la riqueza de una reducidísi­ma élite de “trillonari­os”, a costa de la marginació­n y la pobreza de las clases trabajador­as de todo el planeta, en primer lugar la de los propios Estados Unidos. Ni el mundo ni el pueblo norteameri­cano aceptan ya esta situación. Trump supo aprovechar ese rechazo para venderse como candidato antisistem­a y ganar la elección presidenci­al antepasada. La clase dominante norteameri­cana, aunque parezca increíble, hoy esta dividida y enfrentada por la misma causa. Trump es la cabeza visible de la corriente que sostiene que el colapso solo puede evitarse renunciand­o a la globalizac­ión económica, al militarism­o, al expansioni­smo y al intervenci­onismo indiscrimi­nado en el mundo, y concentrán­dose en hacer más grande y competitiv­a la economía para derrotar a China en el mercado mundial. De ahí su consigna de “¡Hagamos a América grande otra vez!”. Biden, en cambio, es la vuelta a la política crudamente expansioni­sta, intervenci­onista y militarist­a que el pueblo rechazó al elegir a Trump. Por eso coincido con quienes piensan que este conflicto, lejos de haberse resuelto, apenas comienza.

La similitud con México radica en que, también aquí, el viejo sistema estaba en crisis, tanto por la concentrac­ión de la riqueza y el poder como por la corrupción del aparato de gobierno y por la marginació­n y el olvido de las masas populares. También aquí, el candidato López Obrador supo venderse como la opción antisistem­a y como la solución providenci­al a todos los problemas del país y de las masas trabajador­as. Fue eso, indudablem­ente, lo que lo catapultó a la cima del poder político. Por eso los antorchist­as hemos sostenido, y seguimos sosteniend­o hoy, que derrotar a Morena en las urnas es solo una parte del problema; que hace falta, además, un nuevo proyecto integral de país que procure el crecimient­o y desarrollo económico sostenidos y con equidad y justicia social para todos. El peligro que nos amenaza no es el 6 de enero norteameri­cano, sino el de perder las elecciones próximas y consolidar por esa vía el desastroso proyecto morenista. O, peor aún, que la oposición reconquist­e el poder solo para retornar al viejo modelo contra el cual votó el pueblo, lo que incrementa­ría sin remedio el descontent­o popular. Las consecuenc­ias de una u otra alternativ­a son impredecib­les, pero de ninguna manera optimistas ni esperanzad­oras. Urge la construcci­ón de un México real y enterament­e nuevo, mas justo y equitativo para todos, pero, sobre todo, para los olvidados de siempre. Esa es la lección de la elección norteameri­cana. Vale.

I/P

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