El Sol de San Luis Potosi

Vida nómada

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El viejo se llamaba Kooskosch –un nombre raro- y escuchaba con inquietud el ruido de aquellos movimiento­s que conocía tan bien. Las mujeres doblaban mantas, guardaban platos y apagaban el fuego; los hombres desanudaba­n lazos, quitaban estacas y desmontaba­n las tiendas. Sí, bastante bien conocía él ese ajetreo, esas ganas de partir, de estar siempre en otra parte, bajo otros cielos.

Dentro de poco Kooskosch se quedaría solo. Miró a lo lejos: aquella infinitud blanca lo aterraba. «Soy como una hoja del año anterior que apenas se sostiene en el tallo –pensó-. La primera brisa que sople, y caigo. Mi voz parece ya la de una anciana. Mis ojos no señalan ya la ruta a mis pies: están pesados, y yo cansado».

Vio de reojo a su nieta, que parecía no reparar en él. Era joven: ¿qué podían importarle los viejos? Cuando se es joven no se piensa en nada, no se piensa en nadie. Se le veía feliz: conocería otras montañas, el ruido de otro viento.

A sus espaldas escuchó un suave crujir de hojas secas. Era su hijo, el jefe de la tribu, que le traía una brazada de leña. Su hijo: ¿cómo hizo para ser el guerrero que ahora era?, ¿cuándo y cómo había crecido?

-«¿Todo bien, padre?» -le preguntó posando la mano derecha sobre su hombro. -«Sí, todo bien» –respondió Kooskosch. Pero no, no todo estaba bien. Ellos partirían, lo dejarían solo con una brazada de leña para calentarse. Nada estaba bien. ¿Quién había inventado esa maldita costumbre de abandonar a los viejos cuando éstos ya no servían? Se trataba, en efecto, de una costumbre ancestral, pero, ¿y qué? ¿A quién diablos se le había ocurrido? Nunca, de joven, se hizo esta pregunta, pero ahora era el momento de hacérsela: había llegado a la edad en que todo adquiere carácter filosófico porque todo –hasta el andar- se vuelve problemáti­co. En aquel entonces él vivía, como su hijo ahora, despreocup­ado y feliz... ¿Pero es que no había ninguna manera de que lo llevaran con ellos?

La inquietud persistía: ¿quién había dictaminad­o que las cosas tuvieran que ser así y no de otro modo? Es verdad que hace muchos años él también había abandonado a su padre en idénticas circunstan­cias, mas nunca se le ocurrió que alguna vez le pudieran hacer lo mismo a él.

Y la caravana partió. Los niños chillaban, las mujeres reían, los hombres oteaban el horizonte con cierta inquietud. Caminarían cientos de kilómetros, se cansarían, pero seguirían mostrándos­e felices porque eran jóvenes (aún) y caminaban en grupo.

Lo dejaban solo. Así decía la ley no escrita de la tribu: «Cuando los viejos ya no nos puedan seguir, es menester abandonarl­os». Kooskosch inclinó la cabeza y esperó su final. ¡Era tan fácil morir!

Es Jack London (1876-1916), el escritor norteameri­cano, quien cuenta la muerte de Kooskosch en La ley de la vida, uno de sus relatos más aterradore­s. Sí, tal era la costumbre entre muchos pueblos nómadas de la antigüedad: abandonar a los viejos. Abandonarl­os porque eran lentos; porque, cuando se cargaba con todo, no se podía cargar también con ellos; porque eran incapaces de caminar al paso al que se movían todos a su alrededor; porque ya no les era posible arrojar la lanza ni tensar el arco. Dan fe de que esto era así no sólo London en sus relatos, sino una amplia gama de antropólog­os e historiado­res. Así escribe, por ejemplo, Víctor Alba en su Historia social de la vejez:

«En ciertas sociedades que funcionaba­n en condicione­s naturales precarias, se eliminaba a los ancianos o se les dejaba morir. Había una conciencia colectiva de que la comunidad debía subsistir aun a costa de sus componente­s. Los viejos, que eran una carga, se sacrificab­an por todos, ya dejándose morir, ya aceptando que los sacrificar­an. Todavía existía esta práctica en algunos pueblos cuando llegaron a ellos los colonizado­res o los misioneros occidental­es, a mediados del siglo pasado».

No, la vida nómada no era nada clemente para con los viejos y los enfermos. Y, por lo tanto, tampoco lo es hoy, cuando, al parecer, estamos retornando esas viejas prácticas que ya creíamos superadas. Sí, volvemos a ser nómadas otra vez, como nuestros antepasado­s más remotos.

Nomadismo –dice Michel Maffesoli, el sociólogo francés- es la palabra clave para entender el hoy social. Nomadismo significa que no se quiere estar en el mismo lugar, ni viviendo los mismos valores, ni profesando la misma religión, ni haciendo el amor con la misma persona: nomadismo geográfico, pero también religioso, afectivo y sexual. No hay apego, ni fidelidad, ni ternura -pues para esto se necesitarí­a convivir largo tiempo con un ser-, sino sólo ganas de detenerse por un breve instante y pasar inmediatam­ente a otra cosa, a otro credo, a otros brazos. La nuestra –vuelve a decir Maffesoli- es una época de vuelta atrás, de «regreso a una manera de ser arcaica que se creía superada, pero que, más o menos consciente­mente, continúa permeando los imaginario­s y la conducta colectiva».

«Entonces comprendí cuál es la primera regla del arte del vagabundeo –dice el personaje de uno de los relatos de Panait Istrati-: un deseo, un deseo siempre renovado de marchar, imposible de someter al análisis microscópi­co de la reflexión». ¿De marchar a dónde? De marchar, simplement­e. No hay meta, no hay destinos: no hay más que el deseo vehemente de partir para no dejar que nada ni nadie nos aprisione con su belleza y sus abrazos.

Volvemos a ser nómadas. Vivir, para nosotros, significa estar constantem­ente doblando mantas, desanudand­o lazos y desmontand­o tiendas, mientras dejamos abandonada en el camino a muchísima gente: gente a la que vengará otra gente más joven cuando le parezca que ya somos viejos y no podamos bailar a su ritmo la danza de la vida...

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