El Sol de Tampico

De mis Recordacio­nes

- Amparo.gberumen@gmail.com

En una

Cuando se escribe un poema el autor está cumpliendo sí con el idioma pero también está actuando sobre su alma porque lo hace, a la manera que dice Hölderlin, inocente, porque la poesía es el territorio de lo confesiona­l.

Escribir, como apuntó Empédocles de Agrigento, se trata de “ser uno mismo”, porque “eso es la vida, y nosotros, los otros, somos ensueño de aquélla”.

Un libro siempre es una pregunta que lanza su autor no solo para encontrar respuesta alguna sino para dialogar con su lector potencial. Así, en el dolor de su parto creativo, el libro contiene líneas, párrafos o versos que se abren como interrogan­tes íntimas, universale­s, poderosame­nte sabias para compartir con el mundo su visión del mundo que le tocó vivir.

Un libro de poemas es un remanso, un halo de música, de cadencia, de silencios abrigados por la experienci­a de la piel, del alma y de la palabra.

Un poema está hecho de palabras, sí, pero también de olores, de miedos, de gritos, de amorosos abrazos. Y en el caso de “Pólvora, fuego, chispa” también

Elena Poniatowsk­a.

Las conferenci­as de la Asociación de Café Especial (SCAA) que se realizan cada año en ciudades diversas de los Estados Unidos, son de gran ayuda para quienes nos dedicamos a la fascinante y muy difícil tarea de colocación del café en todas sus gamas. De estas fiestas aromáticas mencionaré las realizadas en Boston, Seattle y, en Miami, Florida. Esta última permanece inamovible en mis recordacio­nes, por muchos motivos. Dos de ellos: los tesoros de la librería Cervantes en el Barrio Cubano y, en definitiva, la deleitante cocina…

Hurgando entre los libros que en estas ferias cafetalera­s se ponen a la venta cada año, encontré uno editado en México, “Café Orgánico”, de excelente fotografía de confesione­s, las que nos deja su autor, Enrique Pumarejo Medellín, en una colección de poemas donde nos dice que “la vida me dio contigo otra oportunida­d de nacer” porque “entre el dedo de Dios y el del hombre/ sólo hay un paso, un hálito de luz, un suspiro/, un breve espacio, donde estás tú”.

Para Pumarejo Medellín la afectación amorosa o la de la vida misma consiste en disminucio­nes, en la búsqueda de salidas indecisas:

“Regálame, ¡oh Dios!, juventud, dime dónde debo buscar. ¿A la alta cúspide debo

acudir?

¿O hasta el mismo infierno

tendré que visitar?”

“Pólvora, fuego, chispa” es la mirada de un hombre que ha entendido que los años son los magos de la vida porque nos permiten adentrarno­s en el regazo del misterio, del amor, de la ausencia y del epítome del tiempo. Pero que también “la belleza de la naturaleza tan solo en un verso” la podemos encontrar.

En sus poemas, el autor se dice, nos dice y desdice todo aquello que le duele, le alegra, le con textos de Elena Poniatowsk­a y Luis Hernández, que habla de este grano aromoso fruto del suelo mexicano. En la publicació­n participan cinco organismos, entre ellos la Unión de Comunidade­s Indígenas de la Región del Istmo, y la Coordinaci­ón Estatal de Productore­s de Café de Oaxaca. A poco de editado se presentó el libro en Xalapa y en el puerto de Veracruz, en el marco del Festival Afrocaribe­ño dedicado ese año al café, donde por cierto hablé la primera vez con el maestro Carlos Monsiváis, para invitarle a venir a Tampico. Y vino, no una vez sino dos…

Andando líneas e imágenes del libro cafetero arriba citado, me transporté con mente y corazón a las comunidade­s rurales de nuestro país, donde la querida Poniatowsk­a inicia su relato: incomoda; por ello, con el verso toma no la espada sino el tempo de la palabra, porque escribir:

“… es quitar el ruido al

trueno para no interrumpi­r, ni

molestar la dicha de nuestra entrega aun en medio de la tormenta”.

Para Pumarejo Medellín la poesía es un espacio de la memoria donde la belleza tiene historia, olores y rumores. Es decir, al ser también relato cuenta los pormenores de una rutina, de un amor, de un adiós, como por ejemplo: “… después de conversar contigo/ como lo hicimos durante años/ de pronto te levantas en el aire”.

“Pólvora, fuego, chispa” es un libro de presencias y fantasmas porque todo lo que se vive se queda atrapado en el recuerdo y en el verso que, cual atarraya, atrapa lo vivido en un cardumen de nostalgias “de fuegos fatuos que algunas veces/ la vida nos regala”.

Sin embargo, un verso irradia una verdad irrompible:

¿Qué decir ante una línea de este alcance? Efectivame­nte, la palabra es el empiezo y el fin (“En mi principio está mi fin”, decía T.S. Eliot). Y si revisamos el Evangelio de San Juan, “En el principio era el Verbo”, el verso de Pumarejo Medellín se instala como un faro de escriturac­ión burilada:

“las letras son linaje divino”

porque somos seres hechos de

son linaje divino”. “Las letras

De los paisajes más espectacul­ares, de la vegetación más frondosa, de los cielos más transparen­tes, de las alturas hasta de 1,300 metros sobre el palabras, de creación, de maravillos­o misterio. Octavio Paz tenía razón cuando decía: “También soy escritura/ y en este mismo instante/ alguien me deletrea”. Alguien nos deletrea, de allí que, muy cierto, las letras tienen “linaje divino”, o sea: maravillos­o misterio.

Por ello, “Pólvora, fuego, chispa” es un compendio de poemas que se volatizan de los labios de quienes los lean y si

“tal vez aún quede entre cenizas frías/ una diminuta brasa” allí estará el verdadero poema porque la poesía es, y al parecer así lo entiende Pumarejo Medellín, un incendio cuyo fuego –como los antiguos griegos lo creían– era un acto de purificaci­ón, de separación corporal para que el destello, la chispa, sea, al final de cuentas, un efecto espiritual donde la palabra, pólvora ancestral, seguirá provocando otros fuegos donde habiten no cenizas sino más bien fantasmas, como el que habita en estos versos:

“… te dejaré de amar cuando el fantasma de tu

silueta abandone las calles donde felices caminamos”. Caminemos, entonces, entre los versos del poeta Enrique Pumarejo Medellín… nivel del mar, surge la lustrosa mata de café, "Mira allá crecen los cafeteros", señala el viajero en Cumbres de Maltrata al ver la neblina tenderse sobre Córdoba como un manto protector. El otro exclama "¡Qué belleza!" ante las hondonadas boscosas coronadas de nubes blancas. Todo es opulencia de la naturaleza y verdor de árboles y, sin embargo, los productore­s de café son los hombres y las mujeres más pobres, los niños más desnutrido­s. Habitan en casas de palma y su miseria salta a la vista a pesar de que la cereza del café se apile en montones y tenga reflejos violetas, rojos, amarillos, ocres y brillos de diamante. En cambio, quienes lo venden cotizan el café junto al petróleo y al oro en la Bolsa de Nueva York y llegan a ser banqueros en Wall Street.

Enclavado en las plantacion­es húmedas cargadas de cereza emerge el relato. También en las eras cubiertas del grano verde– gris despulpado. El mismo que

carta a su madre, el inmenso poeta alemán Friedrich Hölderlin escribió lo siguiente: Y agrega:

Un poema está hecho de palabras, sí, pero también de olores, de miedos, de gritos, de amorosos abrazos

Dicen que el café es originario de Abisinia y lo descubrier­on unas cabras que se volvieron locas al triscar cafetos y comer sus granos rojos.

alegra las más suntuosas mesas, e igual alegra el sencillo ritual alimentici­o al salir o al ponerse el sol en el sureste mexicano:

Abajo en la tierra, en Chiapas, en Veracruz, en Oaxaca, los hombres, las mujeres y los niños que cultivan el café no se imaginan que en el avión que cruza el cielo, los pasajeros llevan a su boca un sorbo de su trabajo, una gota de su sangre, la sal de sus lágrimas, la piel de los dedos de sus manos, la mugre de sus uñas, el cansancio de sus brazos. Beber una taza de café es fácil pero resulta casi imposible imaginarse el trabajo que hay detrás de ese elixir poderoso y tal vez afrodisíac­o, como su primo el chocolate.

Con Elena Poniatowsk­a hablaba de este libro en una exquisita velada en casa, en vuestra casa querido lector. De esto hace ya algunos ayeres… Tras rubricar unas líneas escritas en una página, con la humildad que da el conocimien­to me preguntó del café orgánico, y de las zonas que en nuestro país se distinguen por la producción de este grano. Con entusiasmo abordé el tema, conté algunas anécdotas, y armonizaba el piano la conversaci­ón…

Entrada la madrugada cruzamos el umbral de la puerta. Gozándose en los verdes florecient­es de un pequeño jardín que en casa recibe y despide a los visitantes, me dijo antes de irse que le había gustado mi blusa blanca de caprichos entresacad­os. Sonreímos cómplices de las cosas que a las mujeres siempre han de gustarnos. De vuelta en la sala, copa en mano seguían conversand­o los invitados. El libro del café orgánico había quedado sobre una pequeña mesa junto al piano. Lo abrí y con detenimien­to volví a leer las palabras aún frescas que Ella había escrito con su mano: “Con el cariño agradecido de esta neófita que no sabe nada del café, ni siquiera tomarlo. Elena Poniatowsk­a, Tampico, 19 de Noviembre de 2001”.

En Chiapas, en Veracruz, en Oaxaca, los hombres, las mujeres y los niños que cultivan el café, no se imaginan que en el avión que cruza el cielo, los pasajeros llevan a su boca un sorbo de su trabajo, una gota de su sangre, la sal de sus lágrimas, la piel de los dedos de sus manos, la mugre de sus uñas, el cansancio de sus brazos

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FOTO: CORTESÍA ENRIQUE PUMAREJO Para Pumarejo Medellín la poesía es un espacio de la memoria donde la belleza tiene historia, olores y rumores
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