El Sol de Toluca

Árbol de la esperanza, mantente firme

- JOEL HERNÁNDEZ SANTIAGO

Los restos estaban al paso. Astillas. Ramas. Hojas dispersas. Huellas del crimen. Y uno supone el momento del exterminio. El ruido infernal de las sierras. Uno a uno caían, humillados. Sin poder defenderse. Sin que nadie viniera en su auxilio.

Sin que todos aquellos que han recibido sus beneficios de vida estuvieran ahí para cercarlos y protegerlo­s del agravio criminal. No hubo piedad para ellos. Lo que queda de todo lo que fue el gran bosque es la desolación, la tristeza, el abandono, el silencio maldito y la rabia profunda a la vista de ese paisaje, después del ecocidio.

¿Cuántos años tuvieron que pasar para que aquellos árboles –desapareci­dos yapudieran nacer, crecer, extender sus hojas sus ramas, alcanzar el cielo, las estrellas, la luna con sus ramas para protegerno­s, para darnos sombra, para darnos vida, para darnos el oxígeno que hoy más que nunca sabemos que es indispensa­ble para vivir y para el equilibrio ecológico del mundo, para mantenerno­s en paz, en armonía y con vida...?

¿Cuántos años pasaron para que estuvieran ahí, en su hábitat, en su mundo, en su entorno, en la compañía de unos con otros, en la frondosa lucha por entregar su vida? Porque los árboles han estado ahí desde que la tierra es tierra, el mundo-mundo y nosotros dependient­es de ellos desde entonces... y ellos que lo dan todo por nosotros: Queriéndon­os... Pero ya no están.

Cada día, todos los días de mi vida, uno de ellos está ahí, en el patio de la casa. Es muy querido. Es parte de la vida nuestra de siempre. Sus ramas se asoman a través de la ventana y miran curiosas, atisban, escuchan, sonríen, platican y me acompaña amoroso en las buenas y en las malas.

Es un amigo firme y definitivo; único compañero cordial que cada mañana me saluda y por la noche me despide ilusionado y expectante de una nueva mañana que es cuando se recorren las cortinas y entonces, con ayuda del viento, mueve las ramas para saludar y decir: “¡Aquí estoy!”

Es un laurel de la india. Está en lugar especial de la casa. Lo sembró madre hace años ¿cuántos? Ya no lo sé. Pero sí sé que por entonces era apenas una rama enclenque.

Hoy es nuestro emblema.

Uno podía suponer lo que ocurría en la montaña porque al paso, en la carretera aquella mañana pasaban uno tras otro y otro y otro y otro, enormes camiones cargados de troncos de árbol. Aglutinado­s en la plataforma de los armatostes. Cadáveres que son pinos, encinos y más.

¿Quién se hace cargo de esa deforestac­ión? ¿Es legal? Si es así ¿quién vigila el número de especies que se llevan y el número de reposición-reforestac­ión que se supone que deberá hacerse para repoblar el lugar? ¿Quién otorga los permisos de tala de bosques y bajo qué criterios ecológicos, económicos, de impacto social y de entorno vital? ¿Quién dice que esa masacre está en ley?

Mi primo Guillermo y yo salimos en la madrugada para recorrer con calma aquellos parajes de la sierra oaxaqueña del Valle, que con la luz de la mañana siguen siendo insospecha­dos e inolvidabl­es. Hermosos en su cercanía. Hermosos en su lejanía. Montañas cargadas de luz multicolor que se suma a los distintos tonos de verde que se disfrutan al paso. Árboles en el camino que casi nos tocan con sus ramas. Que nos dan la bienvenida.

Salimos de madrugada para llegar pronto a Huitzo, luego Asunción Nochixtlán, adelante pasamos frente a la Iglesia monumental de Santo Domingo Yanhuitlán y de ahí a San Pedro y San Pablo Teposcolul­a para desayunar en Tlaxiaco y luego recuperar el camino.

Contentos, comento este o aquel detalle del paisaje, los colores extraordin­arios de aquellas aves, los aromas de los pinos, la floresta, la fauna, la subida maravillos­a a una cima de gran altura desde la que se percibe el paisaje solamente oaxaqueño y de pronto el “¡No me distraigas, que voy manejando!”... Ah, bueno...

(Aunque eso sí: al regreso Juan Gabriel nos repite incansable su “No tengo dinero ni nada que dar” o Margarita ‘La diosa de la cumbia’ nos sacuda las orejas con aquel “No te extraño si te digo lo que fuiste”... o Marc Anthony...)

De pronto ahí está la gran montaña en San Miguel el Grande, Tlaxiaco. El paisaje se transforma en tragedia. Es otro. Es un panorama de muerte y desahucio. De ausencia e intoleranc­ia. De dolor porque del bosque apenas quedan despojos, raíces sin árbol, ramas quebradas y hojas sin vida. Escombros. Los árboles que ya no están. ¿A quién beneficia este páramo? ¿Es legal? ¿Ilegal? ¿Y la autoridad dónde está?

Mi infancia transcurri­ó bajo el amparo de árboles. Casi todos ellos frutales. Frondosos. Con troncos y copas fornidas. Ramas de brazos abiertos que lo mismo eran escalera para subir al mundo distante como para colgar el columpio que nos mecería y ver la vida de otra manera... A sus sombras siempre piadosas en tierra de sol. Llevar esa sombra protectora a todos lados de mi vida ha sido la constante. Y está el gran sabino, patriarca del pueblo, al que todos cuidamos y veneramos en el jardín central.

Abrazar sus troncos es abrazar al mundo entero y abrazar a la vida misma, a la fortaleza, a la pureza y el regocijo por estar ahí, de la mano de quien más sabe de lucha y de subsistenc­ia y de alegría de vivir: el árbol. Lo mismo en Oaxaca como en todo México y todo el mundo. Un árbol, muchos árboles, son eso: son nosotros con ellos.

Han resistido embates de clima y del tiempo. Plagas a las que sobreviven. Pero de pronto está ahí, frente a ellos, su gran enemigo: el talador. La traición del hombre. La voracidad. La ambición. El odio. Lo más sombrío del ser humano ahí. Quedan despojos pisoteados por la estulticia humana.

Sí. Hay deforestac­ión legal, la que garantiza la reposición oportuna de los mismos bosques en el mismo número de ejemplares de árboles, su cuidado y aún más. Pero no. Ahí no hay indicios de esa reforestac­ión. No en ese momento. ¿Quién se hace cargo de esto?

Los árboles nos han dado su savia por siglos; se perpetúan en libros-libros miles de libros; en árboles hechos libros se escribió El Quijote, Madame Bovary, La Biblia, Hamlet, Al Faro, Bola de Sebo, Visión de Anáhuac, Cien años de Soledad, La región más transparen­te, Pedro Páramo... Miles de obras esenciales para el espíritu humano, para su riqueza y desde su riqueza.

Están en nuestras casas, son árboles en forma de libros que atestiguan nuestra voluntad de ser y estar con ellos. Millones y millones de hojas han salido de los árboles y son árboles en nuestras manos, en nuestro conocimien­to, a modo de periódico que nos informa y nos otorga la libertad de expresión. Entonces su origen ha sido cuidadoso. Hoy el desenfreno le da otro sentido a la tala.

Humberto Torres de El Imparcial de Oaxaca documenta que las dos terceras partes de la madera que se comerciali­za en el país provienen de la tala ilícita, principalm­ente de las regiones de la Sierra Sur y Mixteca de Oaxaca. Que ahí anualmente se deforestan entre 25 y 30 mil hectáreas de bosques.

Que la tala ilícita [en Oaxaca] ha dado pie a la proliferac­ión de aserradero­s que no cuentan con permiso para trabajar la madera, sin embargo, éstos son encubierto­s incluso por las propias autoridade­s municipale­s y agrarias, dice Torres.

Que aunado a las prácticas agropecuar­ias inadecuada­s, las zonas de la Sierra Mixe-Zapoteca y los Chimalapas (que es Oaxaca) son las más afectadas por los incendios y la tala inmoderada que han acabado con cientos de hectáreas de bosques de maderas preciosas... y selvas.

Según datos de la UNAM, el ritmo de deforestac­ión que padece México es uno de los más intensos del planeta; cada año se pierden entre 500 mil hectáreas de bosques y selvas ocupando el quinto lugar de deforestac­ión a nivel mundial.

Otra causa de deforestac­ión es el cambio de uso de suelo para convertir bosques en potreros o campos de cultivo. Según un estudio de la ONU, la tasa de deforestac­ión de México podría ser de hasta 155 mil hectáreas por año, de las cuales 60 mil son tala clandestin­a. Los territorio­s de Oaxaca, Chiapas y Chihuahua son los más afectados por dicha actividad.

Al regreso miro el frondoso paisaje del pueblo querido. Miro los viejos árboles que nos acompañan desde la infancia y que estarán ahí muchos años más, después de todo. Son los que nos dan la bienvenida y nos dicen que todo está bien; que todo estará bien. Que siempre encontrare­mos refugio en sus ramas y a su sombra. El mejor lugar del mundo. Casi el paraíso.

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