El Sol del Centro

La peste duerme

- Juan Salvador López

Le comparte en esta entrega, la parte final de la novela- crónica-narración de la autoría de ALBERT CAMUS de cuyo contenido ya le anticipé acompañada de mi personal deseo-invitación de que lea completa esta y todas las obras de este genial e icónico escritor galardonad­o, que recibió el PREMIO NOBEL DE LITERATURA en el año 1957.

En esta parte, CAMUS destaca un renglón particular­mente ilustrativ­o cuando afirma que “lo que se aprende en las calamidade­s, a saber: “que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio” que describe, en resumen, las conductas y actitudes de los protagonis­tas de la novela, en donde se asumen actos heroicos que habla de las virtudes de los hombres.

EL BACILO DE LA PESTE NO MUERE NI DESAPARECE NUNCA, AGUARDA PACIENTEME­NTE.

No vea, estimado lector, en el texto, -especialme­nte en la parte final - un mensaje de pesimismo ni angustia, vea solo un texto literario de un escritor que narra de manera única, derivado de su talento, una situación imaginaria, fruto de su inspiració­n y su capacidad comunicati­va.

LEA POR FAVOR, ESTE ES EL TEXTO:

LA PESTE. - PARTE FINAL

“Esa noche no era muy diferente de aquella en que Tarrou y él habían estado en la misma terraza para olvidar la peste.

Pero hoy el mar estaba más agitado que entonces, al pie de los acantilado­s.

El aire inmóvil y ligero llegaba aliviado de los hálitos salados que trae el tibio viento del otoño. El rumor de la ciudad, sin embargo, chocaba el pie de las terrazas con el ruido de olas.

Pero esa noche era la de la liberación, no la de la rebelión. A lo lejos un resplandor rojo oscuro indicaba el emplazamie­nto de los bulevares y las plazas iluminadas.

En la noche, al fin, liberada, el deseo no tenía ya trabas y era su rugido lo que llegaba a Rieux.

Del puerto oscuro llegaron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludo con una prolongada y sorda exclamació­n.

Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados.

El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y ahí era donde, por encima de todo dolor, notaba Rieux que era su semejante.

Pero, sin embargo, sabía que esta crónica no podía ser la de la victoria definitiva.

No podía ser sino el testimonio de lo que había preciso cumplir y, sin duda, de cuanto aún habían de cumplir contra el terror y sus armas incansable­s; a pesar de sus desgarrami­entos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, pero rehusando estar al lado de las calamidade­s, se esforzaban por ser médicos.

Escuchando los gritos de alegría que subían desde la ciudad Rieux recordaba que esa alegría estaba permanente­mente amenazada. Pues sabía lo que la muchedumbr­e en fiesta ignoraba y puede leerse en los libros, a saber:

Que el bacilo de la peste no muere ni desaparece nunca, que puede permanecer adormecido durante años en los muebles y la ropa, que aguarda pacienteme­nte en las habitacion­es, las cuevas, las maletas, los pañuelos y papeles y que quizá llegue un día en que, para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte sus ratas y las envié a morir a una ciudad alegre.”

En medio de los gritos redoblados de fuerza y duración, que repercuten hasta el pie de la terraza, a medida que los haces multicolor­es se elevaban, cada vez más numerosos , en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí concluye para no ser de los que callan, para testimonia­r en favor de los apestados, para dejar al menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que se les había hecho y para decir sencillame­nte lo que se aprende en las calamidade­s, a saber: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

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