Música para los fuegos de artificio. Memoria e imaginación de ROC
Los trece relatos englobados bajo el título Música para los fuegos de artificio del escritor aguascalentense Ricardo Orozco Castellanos arrancan con el relato “Llámenme Pablo” cuyo título nos remite al inicio de Moby Dick de Herman Melville Y tal vez esta referencia nos ubique en un contexto épico, pero en realidad se trata de una prosa que entreteje historias a partir de la vocación del narrador de ser fiel a sus influencias literarias, al grado e viajar para encontrarse con las tumbas de sus escritores preferidos y otros sitios de peregrinación, en este caso se trata de Pablo Neruda. A partir de aquí los relatos se entretejen con otros textos en los que se combinan las épocas. Se trenza la poesía con la crónica, el presente con el pasado, las lenguas mismas, los términos no solamente hablan del desterrado sino la palabra que lo designa en quechua Mitimae y puede ser el Inca Garcilaso de la Vega o José Enrique Aréchiga, novelista y crítico literario chileno desterrado en México después de la caída de Salvador Allende. En los siguientes relatos las tramas se complican, los héroes se quitan las máscaras y se ponen otras, tal vez las del payaso “y todos bailamos una lenta danza en este carnaval de disfraces un poco decadente”. Porque el narrador ha comprendido que narrar la historia de los otros es narrarse a sí mismo, y así nos hace desfilar por Lisboa, “una ciudad que es un deja vu constante, hiperbólico, irresistible” los fragmentos narrativos están encabezados con una palabra que se puede leer de derecha a izquierda y viceversa, los famosos palíndromos, series que nos invitan a leer la simetría que existe entre “raza y azar” mientras que “otro porto” nos habla de comenzar una vida en lugar lleno de aventuras, de pensar que cada vida rutinaria puede estar “llena de experiencias o de riesgos” que cualquier mujer “podría girar su asiento y mirar con ojos nuevos a su marido como no lo hace desde hace mucho tiempo como hace mucho tiempo no se mira n y descubrir a ese Ulises doméstico y canoso más bien cansado un poco melancólico pleno de experiencias y de pequeñas seguridades o de mínimas aventuras y revisorías que cada noche vuelve a la isla íntima de las sábanas como si fuera la arena blanquecina de una isla de sobra conocida y amada”. El autor siguiendo el ejemplo de Fernando Pessoa, inventa un narrador que se puede llamar de muchas formas y puede ir por la vida tan casual como en el alma fantasma errante de salones de recuerdos. Así llega al relato “Retrato del artista con Las Meninas”, cuyo Velázquez en versión mexicana concibe la alocada idea de acabar con “Las Meninas” como artista menor que es parecido a los iconoclastas, tan espectaculares como ridículos. Los relatos trascienden la simple anécdota con el recurso de la intertextualidad y se convierten en relatos significativos en sí mismos donde los epígrafes apunta en el sentido como en “Impromptu” cuyo título en combinación con el epígrafe de Felisberto Hernández: “El día de mi primer concierto tuve sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí mismo” nos introduce a la historia de Francesco, el pianista, y su dramático y anunciado final. Este personaje alcanza cierto aire fraterno con Vladimir, el protagonista del siguiente relato, quien se disfraza con “un vestuario deslumbrante hecho de palabras”. Los personajes de los siguientes relatos, no por ser más comunes son menos interesantes, al contrario, afinidades misteriosas reúnen a tres madres y sus hijos con síndrome de Down en “Trisomía 21, mientras que en “Una guitarra española” y en “Un ballo in maschera”, aparece uno de los personajes más entrañables de estos relatos, Guilliam, quien “había confortado a muchos ancianos en la casa de retiro” es quien hace un elogio inesperado “¿sabes por qué me gusta tu ciudad, porque nadie me trata como extranjero y a todos les gusta como suena mi guitarra”. De ahí que el narrador afirme: “mi amigo hubiera sido la única persona real en aquel baile de disfraces. Porque la sátira del narrador llega hasta el punto de recrearse a sí mismo como el director de orquesta que una narración que parece sacada de una pesadilla, pues no encuentra la batuta y “toma el lápiz por el lado de la goma de borrar, lo yergue por encima de su cabeza, los músicos impávidos acallan todo sonido el público que estalla ahí en carcajadas, el hombre se derrumba incapaz de escribir una sola nota[…].