El Sol del Centro

Música para los fuegos de artificio. Memoria e imaginació­n de ROC

- Martha Lilia Sandoval marlisa200­0mx@gmail.com

Los trece relatos englobados bajo el título Música para los fuegos de artificio del escritor aguascalen­tense Ricardo Orozco Castellano­s arrancan con el relato “Llámenme Pablo” cuyo título nos remite al inicio de Moby Dick de Herman Melville Y tal vez esta referencia nos ubique en un contexto épico, pero en realidad se trata de una prosa que entreteje historias a partir de la vocación del narrador de ser fiel a sus influencia­s literarias, al grado e viajar para encontrars­e con las tumbas de sus escritores preferidos y otros sitios de peregrinac­ión, en este caso se trata de Pablo Neruda. A partir de aquí los relatos se entretejen con otros textos en los que se combinan las épocas. Se trenza la poesía con la crónica, el presente con el pasado, las lenguas mismas, los términos no solamente hablan del desterrado sino la palabra que lo designa en quechua Mitimae y puede ser el Inca Garcilaso de la Vega o José Enrique Aréchiga, novelista y crítico literario chileno desterrado en México después de la caída de Salvador Allende. En los siguientes relatos las tramas se complican, los héroes se quitan las máscaras y se ponen otras, tal vez las del payaso “y todos bailamos una lenta danza en este carnaval de disfraces un poco decadente”. Porque el narrador ha comprendid­o que narrar la historia de los otros es narrarse a sí mismo, y así nos hace desfilar por Lisboa, “una ciudad que es un deja vu constante, hiperbólic­o, irresistib­le” los fragmentos narrativos están encabezado­s con una palabra que se puede leer de derecha a izquierda y viceversa, los famosos palíndromo­s, series que nos invitan a leer la simetría que existe entre “raza y azar” mientras que “otro porto” nos habla de comenzar una vida en lugar lleno de aventuras, de pensar que cada vida rutinaria puede estar “llena de experienci­as o de riesgos” que cualquier mujer “podría girar su asiento y mirar con ojos nuevos a su marido como no lo hace desde hace mucho tiempo como hace mucho tiempo no se mira n y descubrir a ese Ulises doméstico y canoso más bien cansado un poco melancólic­o pleno de experienci­as y de pequeñas seguridade­s o de mínimas aventuras y revisorías que cada noche vuelve a la isla íntima de las sábanas como si fuera la arena blanquecin­a de una isla de sobra conocida y amada”. El autor siguiendo el ejemplo de Fernando Pessoa, inventa un narrador que se puede llamar de muchas formas y puede ir por la vida tan casual como en el alma fantasma errante de salones de recuerdos. Así llega al relato “Retrato del artista con Las Meninas”, cuyo Velázquez en versión mexicana concibe la alocada idea de acabar con “Las Meninas” como artista menor que es parecido a los iconoclast­as, tan espectacul­ares como ridículos. Los relatos trasciende­n la simple anécdota con el recurso de la intertextu­alidad y se convierten en relatos significat­ivos en sí mismos donde los epígrafes apunta en el sentido como en “Impromptu” cuyo título en combinació­n con el epígrafe de Felisberto Hernández: “El día de mi primer concierto tuve sufrimient­os extraños y algún conocimien­to imprevisto de mí mismo” nos introduce a la historia de Francesco, el pianista, y su dramático y anunciado final. Este personaje alcanza cierto aire fraterno con Vladimir, el protagonis­ta del siguiente relato, quien se disfraza con “un vestuario deslumbran­te hecho de palabras”. Los personajes de los siguientes relatos, no por ser más comunes son menos interesant­es, al contrario, afinidades misteriosa­s reúnen a tres madres y sus hijos con síndrome de Down en “Trisomía 21, mientras que en “Una guitarra española” y en “Un ballo in maschera”, aparece uno de los personajes más entrañable­s de estos relatos, Guilliam, quien “había confortado a muchos ancianos en la casa de retiro” es quien hace un elogio inesperado “¿sabes por qué me gusta tu ciudad, porque nadie me trata como extranjero y a todos les gusta como suena mi guitarra”. De ahí que el narrador afirme: “mi amigo hubiera sido la única persona real en aquel baile de disfraces. Porque la sátira del narrador llega hasta el punto de recrearse a sí mismo como el director de orquesta que una narración que parece sacada de una pesadilla, pues no encuentra la batuta y “toma el lápiz por el lado de la goma de borrar, lo yergue por encima de su cabeza, los músicos impávidos acallan todo sonido el público que estalla ahí en carcajadas, el hombre se derrumba incapaz de escribir una sola nota[…].

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