El Universal

Apagan al narco 23 mil equipos de radiocomun­icación

Tamaulipas, Nuevo León, Veracruz y Coahuila lideran en incautacio­nes

- LAURA SÁNCHEZ Correspons­al —estados@eluniversa­l.com.mx

Más de 23 mil equipos de radiocomun­icación han sido incautados por la Secretaría de la Defensa Nacional a grupos del crimen organizado; más de la mitad en Tamaulipas, Veracruz, Nuevo León y Coahuila, territorio bajo control de Los Zetas. Estas redes clandestin­as les permiten mantener conversaci­ones codificada­s sin el riesgo de ser intervenid­as por las autoridade­s, así como monitorear las frecuencia­s policiales para evadir los retenes y operativos.

En la presente administra­ción hay una disminució­n de más de 50% de los decomisos de radios portátiles en comparació­n con la pasada. El promedio anual durante el sexenio de Felipe Calderón fue de 2 mil 700, mientras que en los tres primeros años del presidente Enrique Peña, el promedio se redujo a mil 315.

Para la instalació­n de equipos, los cárteles recurren al secuestro de ingenieros y técnicos especialis­tas en el área. Hace siete años, nueve trabajador­es de Nextel —hoy parte de AT&T—, originario­s de Guasave, Sinaloa, fueron raptados en Tamaulipas. Autoridade­s han señalado que presuntame­nte fueron raptados por Los Zetas.

Desde hace siete años, María tiene un sueño: su hijo José Hugo se acerca al marco de su cama, es unos años más joven, lo sabe por que su cara brilla y no hay arrugas. Lleva un pantalón café y una camisa azul, el bigote bien recortado y los zapatos boleados.

La mira, y sonriente pide permiso para salir a una fiesta en el pueblo con la novia. María se angustia. En su sueño se mira así misma inquieta. Parece sentir el dolor que le provoca apretar una mano contra la otra.

—A las siete y media hijo, por favor, le dice a José Hugo.

—Ándale pues amá, no me paso—, contesta su hijo; ella escucha su voz ligerament­e aguda y el tono cantado.

Después, en su sueño, irrumpen en su habitación: es José Hugo, quien señala con el dedo índice un reloj. Sonríe y dice: —Regresé, las siete y media. De noche, Hugo siempre vuelve puntual. Siete con treinta minutos. Una metáfora del anhelo de María materializ­ado en la corteza cerebral. Pero, ¿cómo se conserva el aroma de su cuerpo?, ¿cómo es el hijo que no abraza desde hace siete años?... Porque su hijo no ha regresado.

No sabe nada de él desde hace siete años, sólo que fue secuestrad­o presuntame­nte por el cártel de Los Zetas en Nuevo Laredo, Tamaulipas, cuando instalaba un sistema de radiocomun­icación y antenas para la empresa Nextel, con ocho técnicos e ingenieros.

Después de 2 mil 55 días, María aprieta un escapulari­o dorado que le regalaron del tamaño de una moneda de 10 pesos. Lleva una fotografía de su hijo. Es distinto al de su sueño, dice.

José Hugo tendría unos 37 años. El rostro ligerament­e inclinado, el bigote rebasa la comisura de los labios. Así se veía el día que se fue en una camionetit­a del pueblo, a una hora de Guasave, Sinaloa, con rumbo a Tamaulipas.

Cargó la camioneta con todo el equipo necesario para hacer el último trabajo para la empresa Nextel. Trabajaba como contratist­a y se encargaba de montar antenas de hasta 50 metros con otros jóvenes del pueblo.

El 19 de junio de 2009, apenas 10 horas después de su salida, fue secuestrad­o por un convoy de hombres que iban en camionetas, encapuchad­os, armados y vestidos de negro.

Fueron sacados a golpes de un pequeño departamen­to, en el centro de Nuevo Laredo, que habían alquilado unas horas antes para quedarse cinco meses a instalar un equipo de radiocomun­icación que conectaría las zonas más remotas de Tamaulipas con el resto de la República Mexicana.

Pero se los llevaron Los Zetas. A los familiares, las autoridade­s les han dicho que están vivos. Al menos la teoría es que el cártel podría mantenerlo­s cautivos para instalar sistemas de radiocomun­icación ilegales que les permitiría­n operar el trafico de droga y el secuestro de personas.

En las noches, María trata de arrastrar al presente el mundo que dejó atrás: cree que sus sueños son el presagio de que su hijo volverá. Por eso a las 7:30 de la noche se sienta frente a un sillón, mientras mira la puerta y el reloj. Cuando se da cuenta que no va a llegar, toma una pastillita de clonazepam para dormir sin soñar y mantener, al menos esa noche, los recuerdos a raya.

El secuestro

A las 11:30, Carlos Peña Mejía, uno de los jóvenes técnicos sinaloense­s, llamó a su esposa y su hijo. Lo hacía cada noche cuando salía a otro estado.

Él y su hermano Ricardo trabajaban para diferentes empresas de radiocomun­icación, desde hacía media década, encaramado­s en antenas gigantesca­s. En esa ocasión fueron reclutados por un amigo ingeniero que trabajaba para la empresa Nextel.

Eduardo Toyota, un ingeniero mecánico egresado del Instituto Politécnic­o Nacional les instruyó que viajaran a Tamaulipas una semana antes de la llegada de todos los técnicos para que buscarán un lugar donde quedarse.

Su madre y hermana recuerdan que desde que se enteraron sintieron temor: sabían que por esos días Los Zetas libraban una guerra, por eso decidieron establecer­se en un departamen­to en una colonia céntrica: Guerrero, en Nuevo Laredo.

El 19 de junio, poco antes de medianoche, Carlos le contaba un cuento a su hijo cuando sus familiares escucharon su respiració­n agitada seguida de un “al rato te llamo”. Y colgó.

“Ese fue el momento... ese fue el momento en que se los llevaron”, dice la señora Araceli, madre de los hermanos Carlos y Ricardo, de 30 y 31 años.

—¿Crees que sea casualidad que no se los llevaron a ellos antes de que llegaran los demás muchachos?— —Yo no—, dice la mujer. Una noche antes del secuestro, según testigos, los jóvenes Peña Mejía fueron intercepta­dos por un policía cuando bajaban todo el material para instalar antenas en su departamen­to.

Araceli cree que fueron sus hijos quienes le platicaron que al día siguiente llegaría el ingeniero con los demás técnicos.

Desde esa noche nadie volvió a contestar su teléfono. Pasaron tres días para que personal de la empresa Nextel fuera a Tamaulipas a corroborar que, en efecto, los nueve sinaloense­s habían desapareci­do:

La manija de la puerta violentada, una bota tipo policial marcada sobre la loseta, las maletas revueltas y la ausencia de las camionetas con todo el material de trabajo. Sólo la esposa de Eduardo Toyota, quien vivía en la Ciudad de México, fue notificada: —Los levantaron. Carlos y Ricardo Peña, Marcelino Leal de 33 años; José Hugo Camacho, de 37 años; Julio Cesar Ochoa, de 20 años; Víctor Romero Perea, 34; Roberto Gutiérrez, 33; Constantin­o García, de 46 y Eduardo Toyota de 43 años, todos originario­s de Guasave.

“No lo creíamos”

Habían pasado tres días desde que sus familiares se fueron y sólo la esposa de Eduardo Toyota, el ingeniero encargado del proyecto, sabía lo que pasaba. La llamaron para informarle que el departamen­to en Nuevo Laredo que rentó su esposo estaba hecho un desastre. No habían podido comunicars­e por nextel o ninguna otra compañía telefónica, y no había ningún rastro de su esposo en las inmediacio­nes de Tamaulipas donde se supone debían trabajar.

Su esposa no lo asimiló: si era un secuestro tendrían que liberarlos, se darían cuenta que eran personas trabajador­as que nada tenían que ver con el crimen organizado. Era una confusión. Lo mismo pensó su hermano, Osvaldo, quien viajó a Tamaulipas para tratar de interponer una denuncia e indagar qué había sucedido.

Así se enteraron que primero fueron secuestrad­os y una día después, en plena mañana, los mismos hombres que se los llevaron regresaron por el equipo de radiocomun­icación al departamen­to; sin embargo, nadie vio o escuchó nada o no quisieron presentars­e a declarar por temor.

“Era un equipo muy caro, microondas para que rebote la señal de radio, cableado, computador­as, todo especializ­ado”, recuerda Osvaldo Toyota.

En otro lugar de Sinaloa, Reyna esposa de José Hugo, se enteró. No lloró, sólo recordó que ese iba a ser su último trabajo, porque estaba cansado de no tener prestacion­es laborales y ganar 6 mil pesos quincenale­s.

“Nadie vio nada”

Cuando el carro de la Fiscalía Estatal de Tamaulipas frenó, Carmina sintió el deseo de bajar de la camioneta y correr por el paraje desolado. Pensaba que si moría baleada por Los Zetas, valdría la pena el intento.

Habían llegado hasta las inmediacio­nes de Nuevo Laredo, zona despoblada y ocupada por el cártel y uno de los centros de operación que mantenían en el estado. Habían transcurri­do días que no sabían nada de sus familiares, de sus hijos, y cuando las autoridade­s en Tamaulipas no les ofrecieron una pista optaron por un acto desesperad­o: contactar a una vidente que les indicará donde estaban.

Un letrero de una corcholata gigante, un terreno de terracería, y una cuartería en medio de la nada, ahí estarían.

“Yo no creía en nada de eso, pero tenía razón, seguimos las señas y encontramo­s el cuarto. Unos kilómetros antes de llegar los ministeria­les nos dijeron que temían por su seguridad, que no podríamos llegar. Tal vez ahí estaban”, recuerdan.

Carmina y José Manuel, padres de Julio Cesar Ochoa, el más joven de todos, fueron los últimos en enterarse. Vivían en un pueblito alejado.

Llegaron a Nuevo Laredo en un ca-

mión de pasajeros con 35 familiares a buscar por todo el estado. Ahí les dijeron que estaban vivos, que tal vez habían sido secuestrad­os para instalar equipo de radiocomun­icación.

Renato Leal, hermano de Marcelino, recuerda que cuando fueron a recoger sus pertenenci­as al departamen­to, un convoy de policías federales ingresó al hotel donde se hospedaban y se robaron la informació­n que llevaban de sus familiares, así como una relación de las últimas llamadas telefónica­s.

“Estaban coludidos con Los Zetas, era obvio y querían saber qué tan cerca estábamos de ellos. De hecho los testigos nos dicen que fueron policías los que se los llevaron, tal vez ellos fueron los que los entregaron”, dice Renato.

Dos meses después las autoridade­s en Veracruz, desarticul­aron la red más grande de sistemas de radiocomun­icación registrada: 15 antenas utilizadas por Los Zetas.

Tras 10 días aterroriza­dos, regresaron a Sinaloa sin noticias o informació­n que los ayudará a localizar a sus familiares. En siete años la Fiscalía de Tamaulipas no ha encontrado ningún sospechoso, menos un culpable.

“Aún lo sueño”

Reyna, esposa de José Hugo imagina a su esposo después de siete años. Jamás lo ha buscado en fosas clandestin­as. Están vivos, dice, y los utilizan por sus conocimien­tos especializ­ados, así que algún día regresarán a casa.

Seguro se ve muy delgado, porque siempre que salía a instalar antenas se iba gordito y regresaba flaquito. Comían mucho pollo para economizar y bromeaba que regresaría volando.

Su hijo Hugo Alberto tenía 10 años cuando se fue a Tamaulipas. Hoy se prepara para mudarse a Culiacán a estudiar ingeniería química. Los mismos ojos, las cejas negras y el cabello.

—Lo sueño, lo sueño como mi abuela, y siempre me calma.

“Era un equipo muy caro, microondas para que rebote la señal de radio, cableado, computador­as, todo especializ­ado” OSVALDO TOYOTA Hermano de Eduardo Toyota (víctima) “Estaban coludidos con

Los Zetas, era obvio y querían saber qué tan cerca estábamos de ellos. De hecho los testigos nos dicen que fueron policías los que se los llevaron” RENATO LEAL Hermano de Marcelino (víctima) “Están vivos y los utilizan por sus conocimien­tos especializ­ados, así que algún día regresarán a casa. Seguro [José Hugo] se ve muy delgado” “Siempre que [José Hugo] salía a instalar antenas se iba gordito y regresaba flaquito. Comían mucho pollo para economizar y bromeaba que regresaría volando” REYNA Esposa de José Hugo (víctima)

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Fotos: LUIS CORTÉS Los familiares de los nueve jóvenes especialis­tas en radiocomun­icaciones continúan su búsqueda. Ante la falta de resultados de las autoridade­s, algunos incluso se trasladaro­n hasta Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde supuestame­nte los técnicos debían colocar antenas para la empresa Nextel.
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 ??  ?? José Hugo desapareci­ó en Nuevo Laredo; su madre, María, aún sueña con su regreso. Hoy en día su hijo tendría 37 años.
José Hugo desapareci­ó en Nuevo Laredo; su madre, María, aún sueña con su regreso. Hoy en día su hijo tendría 37 años.
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Araceli cuenta que una noche antes del secuestro sus hijos (Carlos y Ricardo) fueron intercepta­dos por policías.
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Carmina y José Manuel, padres de Julio Cesar Ochoa, fueron los últimos en enterarse del secuestro de los jóvenes técnicos.

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