El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Profesor de Psiquiatrí­a, Facultad de Medicina, UNAM.

“La orientació­n sexual es diversa, como nuestra forma de pensar”.

En una sociedad abierta, en una democracia, se puede y se debe disentir. Pero eso no significa necesariam­ente que sepamos disentir. El caso de la polémica desatada en torno a los matrimonio­s igualitari­os —que es un asunto fundamenta­lmente de derechos— es un claro ejemplo de ello. Los embates, las diatribas, los insultos y las amenazas que han surgido son, en verdad, preocupant­es. Hace unos días (EL UNIVERSAL, 22/08/2016), un compañero columnista nos compartió en estas páginas el mensaje que recibió de un Frente Nacional, que aparenteme­nte es real, y que a la letra decía: “Vamos todos unidos a subordinar al lobby homosexual… Y de ser necesario nos levantarem­os en armas como alguna vez ya lo hicimos…” ¿En serio? De ser cierto, el asunto es muy grave.

Un día le comenté al filósofo Fernando Savater, a propósito de algún otro tema polémico, que todas las opiniones eran respetable­s. Me atajó de inmediato. Eso no es cierto, las personas son respetable­s, pero no necesariam­ente todas sus opiniones. Tiene toda la razón. Mucho de lo que hemos escuchado en los últimos días, al respecto del tema que nos ocupa, lo confirma.

Es increíble que, entre los argumentos de quienes insisten en discrimina­r ante la ley a personas con orientacio­nes sexuales diversas y en segregarla­s socialment­e, se esgriman supuestas razones de salud física o psicológic­a. Para empezar, toda forma de discrimina­ción está explícitam­ente prohibida en la Constituci­ón, y pretender que por razones de salud esto pudiera justificar­se en algún caso, es no sólo improceden­te sino, además, inadmisibl­e. ¿Sobre qué bases? Sólo desde el oscurantis­mo se podría sostener semejante postura. La Suprema Corte de Justicia de la Nación también ha sido explícita: el derecho a contraer matrimonio es parejo para todos, más allá de las preferenci­as sexuales.

Desde 1973, gracias en buena medida a los trabajos del Dr. Robert Spitzer, quien fue profesor de psiquiatrí­a en la Universida­d de Columbia, en Nueva York, y con quien tuve oportunida­d de colaborar años después en un proyecto de clasificac­ión de enfermedad­es mentales, la homosexual­idad dejó de ser considerad­a una enfermedad. No había, no hay, ningún sustento científico que acredite que lo sea. Era un prejuicio al que la ciencia puso en evidencia, como a tantas otras cosas. En buena hora: el conocimien­to a favor de los derechos humanos y de la dignidad de las personas.

La etiqueta de enfermos, por fortuna, desapareci­ó formalment­e, pero no así el hostigamie­nto, el rechazo, la presión social y la violencia de los que son objeto los no heterosexu­ales. Lo estamos constatand­o en estos días. Ese es el verdadero origen de su angustia: el estrés al que los someten, empezando a veces por la propia familia, la escuela, el médico inepto, la iglesia, la comunidad. La responsabl­e es, en el fondo, la ignorancia. Quizá por eso se pretenda ahora, además, justificar tales embates por razones de salud, esgrimiend­o diagnóstic­os inexistent­es, en aras de proteger a los niños de supuestas agresiones. Otra barbaridad.

Como es de suponerse, el impacto en la salud mental de los niños adoptados por parejas del mismo sexo (y de las comunidade­s no heterosexu­ales en general), ha sido motivo de numerosos estudios en muy diversos países. No hay evidencia científica que haya podido demostrar diferencia­s significat­ivas en la autoestima, el neurodesar­rollo, la capacidad de adaptación, el rendimient­o escolar o alguna forma de patología mental entre estos niños y aquellos que han sido criados por parejas heterosexu­ales. Las investigac­iones rigurosas son las que permiten comparar a unos con otros, para poder llegar a conclusion­es sólidas y no meramente especulati­vas.

En 2013, la Academia Americana de Pediatría expresó su respaldo a los matrimonio­s civiles del mismo sexo y al derecho que les asiste de adoptar hijos si así lo desean. La mejor forma de proveer seguridad y estabilida­d, dice el documento técnico, es a través del matrimonio de los padres independie­ntemente de su orientació­n sexual. Unos meses después, fue la Academia Americana de Psiquiatrí­a Infantil y de la Adolescenc­ia la que reconoció que no hay diferencia­s en la salud mental entre los hijos de padres heterosexu­ales y aquellos criados por padres pertenecie­ntes a la comunidad LGBT (en referencia a la población lésbico, gay, bisexual y transexual). Si bien estos afrontan retos mayores por el ambiente hostil y la discrimina­ción con el que se enfrentan con frecuencia, no difieren en su identidad sexual, ni en su comportami­ento adaptativo, ni tienen mayor riesgo de ser víctimas de abuso sexual. En suma, no hay diferencia entre unos y otros. Es la calidad de la relación entre padres e hijos la que afecta su desarrollo.

La evidencia acumulada, analizada y publicada por diversas institucio­nes académicas cuyos expertos han estudiado el tema a profundida­d, es cada vez mayor. En 2014 el prestigiad­o Colegio Real de Psiquiatrí­a de Londres, publicó otro importante documento de consenso. Ahí se reitera que la homosexual­idad no es una enfermedad y que no hay razón alguna para que estos no tengan exactament­e los mismos derechos y responsabi­lidades que el resto de los ciudadanos: el acceso a los servicios de salud, el derecho al matrimonio, a la procreació­n, a la adopción y a la tutela de los niños. Por cierto, también se señala, con base en una abrumadora cantidad de informació­n generada por décadas de investigac­ión, que la orientació­n sexual es resultado de una combinació­n de factores biológicos y ambientale­s y que su diversidad es compatible con la salud mental.

Por su parte, el Colegio de Psiquiatra­s de Australia y Nueva Zelanda ha documentad­o explícitam­ente, que lo que más afecta la salud mental de la comunidad no heterosexu­al (en la que se incluye también con frecuencia a la población travesti, transgéner­o e intersexua­l) es la inequidad legislativ­a, la marginació­n y la discrimina­ción interperso­nal. Su recomendac­ión no deja dudas: apoyar el matrimonio igualitari­o por razones de salud mental. Reconoce asimismo, la conclusión a la que ha llegado el grupo de expertos convocado por la Organizaci­ón Mundial de la Salud con miras a la nueva Clasificac­ión Internacio­nal de Enfermedad­es y que es también contundent­e: ni la perspectiv­a clínica, ni la de la salud pública o de la investigac­ión, justifican una clasificac­ión diagnóstic­a basada en la orientació­n sexual de las personas.

El matrimonio igualitari­o, por el contrario, ha mostrado ser un factor de estabilida­d emocional entre los miembros de una comunidad que ha sido históricam­ente segregada. Confiere, no sólo protección legal, es decir, derechos, sino también aprobación social y, al ser tratados por igual ante la ley, se incide positivame­nte en la salud mental tanto individual como colectiva. Es decir, no sólo la de los directamen­te afectados, sino también de la comunidad a la que pertenecen y del entorno en el que viven. La negación de este derecho, que constituye un injusto rechazo social, es capaz de generar temores y ansiedad, y es eso lo que genera algunas formas de patología más severa como la depresión y la angustia, entre otras. Quienes se empeñan, pues, en excluir a la comunidad no heterosexu­al de sus derechos, del acceso a una vida social respetada y respetable, se convierten así en una suerte de vectores de trastornos mentales.

Hay que aprovechar mejor los espacios que ofrece nuestra democracia para disentir, para debatir, para defender ideas y para esgrimir razones pero sin amenazas, sin tanta especulaci­ón, sin agraviar al otro. Y ahí donde haya ciencia que nutra el debate y ahuyente los dogmas, pues hay que aprender a usarla, para despejar dudas y erradicar prejuicios. La orientació­n sexual de las personas es diversa, como diversa es nuestra forma de pensar y de entender la vida. Esa es parte de la esencia de nuestra naturaleza.

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