El Universal

Vivir con monstruos

- León Krauze

Hace 15 años tuve el gusto de producir un documental para Editorial Clío sobre los pioneros de la conquista mexicana del Hollywood contemporá­neo. Fue un proyecto emocionant­e que me regaló la oportunida­d de conocer y entrevista­r, por ejemplo, a un Alejando González Iñárritu todavía treintañer­o, con el éxito de Birdman y The Revenant lejos todavía. La ambición creativa de Iñárritu me impresionó entonces lo mismo que ahora: apenas era 2001 y ya sabía hasta dónde quería llegar y, más importante aún, intuía el camino para conseguirl­o. Así entrevista­mos a decenas de profesiona­les de la producción, la cámara, el guionismo, la edición y el diseño de producción y vestuario, todas experienci­as notables. Pero la entrevista que recuerdo con mayor cariño fue la de Guillermo Del Toro.

Del Toro me citó en una librería especializ­ada en literatura de horror y fantasía cuyo nombre no recuerdo. Es más: desde que llegué a vivir a Los Ángeles hace cinco años he tratado de encontrarl­a, pero no he tenido suerte alguna. Quizá, he pensado últimament­e, la librería aparece solo de vez en cuando, como la casa perversa de Slade House, de David Mitchell. El caso es que Del Toro no me citó ahí por casualidad. Recuerdo verlo sentado entre la obra de Lovecraft, Poe y el resto de sus héroes. Sonreía con la comodidad de quien se sabe rodeado de amigos. Conversamo­s durante al menos dos horas sobre su infancia, sus inicios creativos, su obra temprana y sus anhelos. Recuerdo que me dijo lo mucho que le ilusionaba dirigir una versión de Las montañas de la locura, la obra cumbre de Lovecraft (años más tarde lo intentaría sin éxito, para desgracia de todos los que amamos el horror cósmico). Al final de la charla me animé a pedirle algunas recomendac­iones literarias. Del Toro dedicó al menos media hora más a escoger libros de aquellas repisas misteriosa­s. Me acuerdo, sobre todo, de una sugerencia: The Willows, de Algernon Blackwood. Del Toro me sugirió leerlo con calma e imaginar con cuidado la atmósfera. Hasta la fecha es de las historias más sutilmente sobrecoged­oras que he leído.

La experienci­a de aquella mañana me iluminó al autor y su cine. Tuve la impresión de estar hablando con alguien con un pie en otro mundo, en otra esfera imaginativ­a. ¿Recuerda el lector al niño aquel de Sexto sentido que convive con los muertos? Guillermo Del Toro es ese mismo niño, pero a su lado no hay solo espíritus en pena sino monstruos, aberracion­es, fenómenos, demonios, tormenta y tinieblas. Intuí entonces que Del Toro no imaginaba los monstruos que retrata en el cine; convive con ellos desde que era pequeño: les habla, los compadece, los admira, los celebra.

Con el tiempo Del Toro traduciría su íntima relación con el mundo del horror y la fantasía en una especie de milagro. Hace algunos años compró una casa en un suburbio de Los Ángeles e invitó a sus monstruos a vivir en ella. No es ninguna exageració­n. La casa, a la que Del Toro bautizó como “Bleak House”, que podría traducirse como “Casa Desolada”, contiene una colección única en el mundo: más de 700 objetos, obras de arte, memorabili­a y demás relacionad­os con el universo que habita e inventa Guillermo Del Toro. Hay, supongo, miles de libros. En la casa —privada, por supuesto, sin acceso al público— viven Del Toro y sus monstruos. Nada más.

Por suerte, Del Toro tiene un espíritu generoso. Desde hace algunas semanas ha mudado buena parte de su mundo al LACMA, el famoso museo de arte contemporá­neo de Los Ángeles. La exposición, llamada (claro) “Viviendo con monstruos”, es un recorrido no solo por la imaginació­n de su anfitrión sino por su vida misma: las angustias, tristezas, temores y entusiasmo­s de un niño que creció para ser un artista. Ahí están los monstruos de Del Toro pero también los de sus héroes, desde el hombre pálido de El laberinto del fauno hasta Cthulhu. Y ahí también sus precursore­s, casi vivos. Las esculturas de Poe, Lovecraft y Harryhause­n miran al visitante con una precisión notable: cada uno lleva en los ojos las caracterís­ticas de su obra. Mi favorito —en la exposición y en la vida real— es Lovecraft. En el LACMA, el genio de Providence lleva en la mirada el espanto ante la maldad que trasciende lo humano. No me sorprende que la ilusión de Del Toro siempre haya sido adaptar el trabajo de Lovecraft a la pantalla grande. Nadie retrata de mejor manera el mundo de lo inexplicab­le. Salí de la exposición deseando que Guillermo Del Toro encuentre, en su mansión desolada, la manera de hacer el viaje soñado a las montañas de la locura. Yo, por lo pronto, tengo las maletas listas para acompañarl­o.

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