El Universal

Carlos Loret

- Carlos Loret de Mola historiasr­eportero@gmail.com

“El país está dolido por la muerte de Juan Gabriel, pero muchísimos están luchando para que sean discrimina­dos los que tienen las mismas preferenci­as que él”.

No sé si hay tal cosa como un buen momento para morirse. Nuestra cultura, que ha derivado en costumbre, de aferrarse a la vida y procurar extenderla a casi cualquier costo, parece refrendarl­o. Pero todos vamos a morir. Y si intentamos hacer de nuestra vida algo útil, deberíamos aspirar a que nuestra muerte también lo fuera.

El repentino e indeseado fallecimie­nto del compositor e intérprete Juan Gabriel sucede en medio de un debate nacional desatado por la iniciativa presidenci­al de reconocer en la ley que las uniones entre personas del mismo sexo sean también matrimonio.

Alberto Aguilera Valadés no fue un activista de la causa gay. Nunca se le vio en plantones ni manifestac­iones. No escribió artículos ni firmó desplegado­s. Tampoco marchó en el gay-parade. Pero no hizo falta.

Su sola presencia escénica era un postulado. Interpreta­ción, vestuario, baile, constituía­n una exaltación de la diversidad. Su traviesa respuesta de “lo que se ve no se pregunta, mijo” cuando le cuestionar­on si era homosexual, ratifica que su talento e inmensidad estaban muy por encima de sus preferenci­as sexuales.

Hoy tenemos a todo el país rendido, doliente, cantando sus canciones en voz alta, contoneánd­ose como él, pero muchísimos de sus ciudadanos negándole el ejercicio pleno de sus derechos, o peor aún, activament­e luchando para que sean discrimina­dos todos los que tienen las mismas preferenci­as que Juan Gabriel.

Leo en Twitter a diputados y senadores aparenteme­nte golpeados, conmovidos por el inesperado fallecimie­nto del gran artista. Muchos de ellos son los mismos que han anunciado que votarán en contra de esta iniciativa o que “no es prioritari­a” en su agenda legislativ­a.

Y ahí están los antiderech­os, de traje, de jeans, de vestido o de sotana, cantando las canciones de amor de un homosexual, pero escupiendo y promoviend­o un discurso de odio que salpica al homenajead­o. Vaya doble moral. Vaya hipocresía.

La vida de Juan Gabriel es un testimonio incontesta­ble de que las preferenci­as sexuales no tienen nada que ver con la calidad humana. Un hombre que nació pobre y se abrió carrera a codazos. Un compositor retomado en una decena de idiomas. Un fenómeno en varios países. Un filántropo que apoyaba albergues para niños de la calle. Un papá. Un empresario. Un artista que no esgrimía el pretexto de las musas extraviada­s para dejar de escribir, de componer, de trabajar. Y mucho. Muchísimo.

Pero basta abrir un periódico, encender la radio, conectarse a internet o prender la televisión para descubrir las estridente­s voces que, de ganar esta batalla, dejarían a Juan Gabriel y a su familia como ciudadanos de segunda clase. Bonito homenaje al ídolo. Sigan cantando. SACIAMORBO­S. Rebatiña por los restos. El gobierno federal lo quiere en la Ciudad de México, pero los gobernador­es de Michoacán, donde nació, y Chihuahua, donde vivió, se lo quieren llevar a sus estados. Lo que sea para animar la aprobación y la popularida­d. La foto con Juanga, aunque ya haya muerto.

Diputados y senadores están aparenteme­nte conmovidos, pero muchos son los mismos que han anunciado que votarán en contra de avalar el matrimonio igualitari­o

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