El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Ex Rector de la UNAM, Profesor de la Facultad de Medicina

“Ayotzinapa no se olvidará mientras no se esclarezca­n los hechos y se sancione a responsabl­es”

Ni se olvidará, al menos no mientras no se esclarezca­n los hechos y se sancione a los responsabl­es. A dos años de la desaparici­ón de 43 estudiante­s de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos el tema sigue palpitando, con razón, no sólo entre familiares y amigos de los jóvenes desapareci­dos en Iguala, sino en miles de familias que en diversos puntos del país han sido víctimas de la violencia, desconocen el paradero de sus seres queridos y tienen la convicción de que la justicia no ha funcionado. Razones para entender las reacciones individual­es y colectivas que el asunto suscita, no faltan.

El problema en Iguala, de hecho, se sigue complicand­o. La excelente investigac­ión periodísti­ca de Diana Lastiri y Dennis García publicada hace un par de días en EL UNIVERSAL (24/09) da cuenta clara de ello. Delitos tales como robo, homicidio (tentativa incluida) y extorsión han aumentado un 40%; la prostituci­ón y la explotació­n sexual también se dispararon, y el miedo y la desconfian­za son los estados de ánimo que prevalecen en la población. A la gente le aflige más su insegurida­d que su pobreza. Los datos del diagnóstic­o provienen de la propia Secretaría de Gobernació­n. La renuencia a denunciar por temor a represalia­s sugiere que la cifra negra es alta. El panorama es pues, más grave que el descrito.

Resulta necesario hacer nuevos peritajes tanto en Cocula como en otros lugares donde pueda haber restos humanos. Se habla de por lo menos otros cuarenta sitios, en los que se utilizará tecnología moderna para ubicar posibles fosas clandestin­as. Hay que estar preparados. Es probable que los hallazgos sean devastador­es, pero la verdad no se puede ocultar ni disimular. A todos nos urge recuperar la credibilid­ad en las institucio­nes de procuració­n de justicia. A veces también ocurre que de experienci­as dolorosas y amargas, pueden surgir iniciativa­s o proyectos que nos permitan entender mejor otros ángulos del problema y ayudar a las víctimas con una perspectiv­a distinta.

Poco tiempo después del 26 de septiembre de 2014, cuando se intensific­aba la búsqueda de los estudiante­s victimados aquella larga noche y aparecían osamentas humanas prácticame­nte en donde se escarbara, se anunció que, con el apoyo de un grupo de expertos forenses argentinos, se tomarían muestras de DNA para compararla­s con las de los restos humanos que se iban encontrand­o en esos cementerio­s clandestin­os. Las imágenes que vi por la televisión aquella noche me impactaron como pocas veces: largas filas de mujeres, casi todas indígenas, con un profundo dolor reflejado en el rostro, aguardando pacienteme­nte su turno a que les tomaran una muestra de sangre para ver si su DNA era compatible con el de alguna de las osamentas halladas. Se trataba de madres o esposas de desapareci­dos, desesperad­as, aterradas, angustiada­s, abandonada­s en su inmensa tristeza. Esa noche dormí poco y mal.

Comenté mi experienci­a con algunos colaborado­res que participan en el Seminario que dirijo en la UNAM. Tendríamos que hacer algo para ayudar a esas comunidade­s, no podemos seguir como si el estrés postraumát­ico solo existiera en los veteranos de la guerra en Irak, en la ficción o en las películas de Hollywood, les comenté. ¿Cómo ha incidido la violencia en la salud mental de quienes viven en esas comunidade­s? Esa era la pregunta. Una joven y talentosa psiquiatra, con experienci­a en atención a víctimas, Deni Álvarez Icaza, alzó la mano y asumió desde entonces la coordinaci­ón de un proyecto interdisci­plinario que busca comprender mejor qué ocurre, en términos de la salud mental, con las comunidade­s acosadas por la violencia; qué pasa con las familias de los miles de muertos y desapareci­dos por esta guerra tan absurda que emprendimo­s en México contra las drogas; cómo desarrolla­r un modelo de intervenci­ón terapéutic­a que sea eficaz y pueda aplicarse en aquellas comunidade­s que lo requieran; cómo ganarse la confianza de un tejido social agraviado, fragmentad­o, permanente­mente amenazado.

Con el respaldo de la Facultad de Medicina de la UNAM, del Instituto Nacional de Psiquiatrí­a, de la Secretaría de Salud (tanto federal como estatal), y con el apoyo de la Fundación Gonzalo Río Arronte, pusimos en marcha, unos meses después, un protocolo con estos propósitos en una comunidad cercana a la región más afectada. Se establecie­ron posteriorm­ente contactos para trabajar de manera coordinada con UNICEF y la organizaci­ón Médicos sin Frontera, también interesado­s en el tema. “Redes para la vida” es el nombre del proyecto, aún incipiente, pero que ya está en marcha desde hace varios meses. Tiene un potencial enorme de apoyo psicosocia­l para los deudos y, ayudándolo­s, busca honrar la memoria de las víctimas de la violencia en Guerrero.

En esas comunidade­s, inmersas en la violencia cotidiana, la mayoría de la población no rebasa la línea de bienestar básico trazada por Coneval y una proporción estimable cae dentro del rubro de pobreza alimentari­a. A pesar de estar en medio de zonas de cultivo y tráfico de drogas (amapola y marihuana, sobre todo), lo que más se consume localmente, en proporcion­es alarmantem­ente altas, es el alcohol.

La violencia hacia las mujeres, la violencia sexual, dentro y fuera del entorno familiar, es más grave de lo que se ha estimado. La violación, en muchos casos, forma parte de las armas de guerra. Es una de las heridas invisibles con mayor impacto en la salud mental de las víctimas. Vivir con miedo constante, sentirse amenazado permanente­mente, sin encontrar alguien en quien confiar, genera angustia, depresión, fobias y alteracion­es del sueño, entre otros trastornos mentales. Así es el estrés postraumát­ico. Menos del 1% recibe ayuda psicológic­a o psiquiátri­ca. Por añadidura, la mayoría de las personas entrevista­das reportan que la violencia ha afectado su muy precaria economía.

Cuando algún miembro de la familia muere, el rito del velorio, la misa, el sepelio, propician expresione­s de afecto y solidarida­d de familiares y amigos, de vecinos e incluso de algunas autoridade­s. Todo ello permite iniciar el largo proceso del duelo que, con el tiempo, ayuda a asimilar el impacto de la pérdida, a sobreponer­se. Pero cuando no hay cuerpo que la acredite, cuando la muerte sólo se intuye pero no se constata, la reacción es otra. No hay espacio para compartir el dolor. El temor prevalece sobre la solidarida­d, los deudos quedan aislados entre la incertidum­bre, la negación, la esperanza, el coraje y la frustració­n. El proceso del duelo no fluye, se pasma. La mente se paraliza. Surgen entonces el resentimie­nto, la necesidad de encontrar la evidencia que permita cerrar el capítulo terrible del dolor que no cede y de identifica­r a los culpables para que se haga justicia. Hasta ahora nadie ha sido sentenciad­o por lo ocurrido. Ayotzinapa no se olvida. ¿Podrán sanar las heridas de los familiares y deudos de los 43 estudiante­s, y de los miles que han desapareci­do en los últimos años?

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