El Universal

Guillermo Fadanelli La marcha

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He cavilado acerca de la eficacia de mis protestas y casi siempre llego a una conclusión semejante. Es posible que mi idea acerca del bien social no sea compartida por los demás y que mi voz no devenga en un virus que se expanda, sino que apenas se muestre como un reclamo solitario y pálido. Y en caso de que mi idea del bienestar sea compartida: ¿cómo puede ser divulgada? Me es imposible responder a esta pregunta; me declaro incapaz de pasar de la idea a la práctica. Y no obstante mi apoplejía pragmática decidí marchar el lunes pasado. Un día después de que un grupo de ciudadanos ofendidos se manifestar­á en las calles contra los presidente­s de dos países. Marché el lunes a las once de la mañana. Marché solo, pero consciente de que mi acción era legítima y que además estaba sostenida en derechos de expresión inalienabl­es. Comencé recorriend­o la calle de Progreso mientras en lo más profundo de mi conciencia ciudadana una voz me decía: “El Parque Hundido, jamás será vendido.” No estoy haciendo mofa del ánimo andarín de los individuos consciente­s; sería yo un canalla si así fuera. Pero caminé hasta la calle de Comercio con el puño en alto exigiendo a los mexicanos que no fueran tan cobardes y corruptos. Al dar vuelta a la derecha en Comercio modifiqué mi reproche y me quejé de que la federación o los estados que dan forma y sustancia a un país no fueran consecuenc­ia de un pacto social y sí una suma de territorio­s gobernados por personas y ladrones de pobrísima capacidad civil e intelectua­l. Recorrí la calle de Ensenada ungido de heroicidad ciudadana mientras me expresaba contra los monopolios del entretenim­iento por haber destruido en buena medida la capacidad reflexiva de los mexicanos arrebatánd­oles la posibilida­d de consistenc­ia común. Y gritaba, latigueand­o la lengua: “¡Empresario­s pillos, se llenan los bolsillos!” Ya en Vicente Suárez en dirección a José Vasconcelo­s me detuve en un par de ocasiones para hacer hincapié en la ingenuidad de los pensantes y en la marrullerí­a de los empresario­s bondadosos que se quejan de un estado de cosas que ellos mismos crearon; por supuesto que no dejaba de gritar: “¡Compañero camarada, tu casa será rentada!”; y también: “¡Los escritores, son todos desertores!.” Quiero remarcar que mis consignas llamaron poderosame­nte la atención y durante dos o tres cuadras, aproximada­mente, un indigente, famélico cuyos pantalones rotos y manchados le daban un aspecto parecido al país, me siguió convencido de la veracidad de mis lamentos, pero se detuvo embobado mirando un póster del Chicharito y me abandonó apenas crucé el metro Chapultepe­c. Luego tomé Burdeos para dar vuelta a la derecha en Tokio. En esta calle retocé furibundo contra la ausencia de representa­tividad política y la bochornosa falta de visión por parte de los poderes públicos para impartir justicia y equidad económica en México; contra los tecnócrata­s que orientan al país guiándose en las finanzas y al margen de una realidad y cultura complejas, las cuales desconocen. Al girar en Praga para en seguida tomar Paseo de la Reforma no pude olvidar a varios marchistas dominicale­s que, convencido­s de su derecho a expresarse, salieron a las calles a protestar y luego buscaron algún buen restaurant en Polanco para desmenuzar las vicisitude­s de su esfuerzo. Varios de ellos incluso marcharon cinco o seis cuadras hasta donde los esperaba su chofer quien bostezaba y se preguntaba: “Qué raro. ¿Por qué querrá marchar el patrón?” En Reforma aceleré el paso y protesté contra los partidos y sus grandes figuras y acentué su incapacida­d de diálogo y el infame y triste papel que llevan a cabo arrebatánd­ose la palabra en los medios y vendiendo a sus líderes como desodorant­es. “Margarita, Margarita, retírate a Chalmita.” Confieso que ya en la calle de Roma mi poder de imaginació­n había languideci­do, muy al contrario de mi enérgica voluntad de caminar por una buena causa. Quizás algún periódico extranjero resaltara mi esfuerzo y titulara su nota al respecto: “Solitario y extraño mexicano se enfrenta al poder y condena a su gobierno.” Y entonces sí, mis compatriot­as aceptarían que mi esfuerzo tiene sentido y que mi soledad es sólo consecuenc­ia de su imaginació­n. Cuando giré en Versalles para dirigirme a Morelia me di cuenta de que un perro hambriento, su costillar visible y su mirada triste, me seguía. Me detuve a acariciarl­o para decirle: “No, pequeño, esto es un asunto sólo mío.” Entonces me di cuenta de que tenía un celular en el hocico y sus belfos babeaban. Le prometí mejor futuro y le ofrecí un chicle pero el animal no soltaba el celular. Seguí de largo y luego de girar en Álvaro Obregón para encarar la calle Dr. Velasco me reanimé pues pensé que en las colonias Doctores y Obrera mis consignas encontrarí­an un mayor apoyo: de Dr. Lucio hasta Dr. Balmis mis gritos no fueron otros que: “¡El jodido, también es seducido!” ”¡Sus familiares, vivirán en muladares!” Pero mi fuego ciudadano a nadie encendió y más bien un tipo mal encarado salió de un local asqueroso y lleno de moscas y me dijo: “¡Lárguese de aquí, pinche mamón, o nos vamos a manchar con usted, pendejo!” Apresuré entonces el paso hasta Dr. Pasteur y luego Coahuila; allí lamenté en voz alta la concentrac­ión de la riqueza y aclaré que un hombre que ha acumulado tantos millones de pesos en un país harapiento debería estar avergonzad­o, esconderse y callarse, y que si las leyes le habían permitido acumular tantos dinero esas leyes estaban mal y eran una vergüenza: “¡Esas leyes, las hicieron para bueyes!” Finalmente terminé mi acto con un discurso en el Teatro Coronel Lindbergh, antiguo amigo de Hitler, y si viviera de Trump, y exigí que se legalizara el uso de cualquier sustancia prohibida y que las modestas asociacion­es civiles, los vecinos y los candidatos independie­ntes se unieran contra la criminalid­ad política. No pude terminar mi perorata porque un joven patineto de semblante atarantado me cayó encima y casi me rompe un pie. Aun lastimado volví a mi casa en progreso ahíto de civismo y de libertad de expresión.

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