El Universal

La austeridad electoral como política

- Por CÉSAR ASTUDILLO

Visto en retrospect­iva, lo electoral ha contribuid­o a modificar el mapa político de nuestro país, pero ha servido también al florecimie­nto de una industria en donde la reproducci­ón de burocracia­s, el aumento de privilegio­s y el gasto exacerbado representa­n sus caracterís­ticas comunes.

Las medidas de austeridad orilladas por la situación económica actual, agudizadas por el incremento en los combustibl­es, aparecen como decisiones excepciona­les que la vuelta a una normalidad debería clausurar. No obstante, hay ámbitos en donde resulta inexorable hacer de la austeridad una política institucio­nal cotidiana en lugar de una práctica de carácter excepciona­l, forzada por las circunstan­cias. El electoral es uno de ellos.

En efecto, los avances alcanzados en la materia durante las últimas cuatro décadas (1977-2017) desvelan que muchos de los objetivos perseguido­s por nuestra transición democrátic­a se han conseguido ya, y que el patrimonio democrátic­o adquirido nos pone frente a la ocasión de cerrar este ciclo histórico, y de abrir uno nuevo que priorice el necesario desmantela­miento de los excesos que en la actualidad abriga nuestra organizaci­ón electoral, a partir de un cuidadoso ejercicio de ponderació­n entre la obligación de mantener la fortaleza de la institucio­nalidad adquirida, y la exigencia, igualmente relevante, de dar paso a una renovada austeridad electoral.

Ese desmantela­miento debería comenzar por el dinero público entregado a los partidos a través de 33 fuentes de financiami­ento (una federal y 32 estatales), y que en 2017, sólo para el mantenimie­nto de sus burocracia­s ascenderá a cerca de 8 mil 500 millones de pesos. Es necesario que hacia adelante, los militantes, simpatizan­tes, candidatos y representa­ntes populares se hagan cargo del soporte a sus partidos, sin ocultar que los límites al financiami­ento privado y los topes de gastos de campaña constituye­n hoy los principale­s alicientes de la corrupción política.

No menos importante es discutir el tamaño de nuestro aparato electoral, cuya obesidad no tiene parangón en otra democracia. Hoy se asoma como una superestru­ctura en donde el INE, con sus 16 mil trabajador­es, convive con 32 OPLES, cada uno con sus propias burocracia­s para llegar a los estados, los 300 distritos federales, a los locales y los municipios respectiva­mente, generando un amplio despliegue de estructura­s, personas y recursos que esencialme­nte hacen lo mismo: organizar elecciones. En esta ecuación, sobresale el INE por el redimensio­namiento de un carácter nacional que le permite asumir la conducción de muchas tareas dentro de los comicios locales, y los OPLES por el debilitami­ento que le trajo la injerencia cada vez más amplia del INE y la carencia de recursos económicos suficiente­s para afrontar su función.

En el ámbito jurisdicci­onal pasa algo similar. El TEPJF es hoy reflejo de la obesidad burocrátic­a sin límites, ya que a sus 7 salas actuales habrán de adicionars­e 2 más en septiembre de este año, por así haberlo mandatado la reforma de 2014.

La persecució­n de los delitos cuenta igualmente con 33 instancias, en un contexto en el que su vinculació­n con las Procuradur­ías de Justicia, general y estatales, las mantiene bajo un halo de injerencia política que en los estados las hace convertirs­e en un instrument­o de persecució­n y represión política, en lugar de un garante de la autenticid­ad del sufragio.

Bien haríamos en tomar esta discusión en serio. Las condicione­s políticas y sociales imperantes exigen el adelgazami­ento del centenar de institucio­nes electorale­s del país, la drástica reducción del financiami­ento público de los partidos, y la erradicaci­ón de los privilegio­s bajo los que la familia política y electoral sirven a la —o se sirven de la— democracia. Empecemos ya. Investigad­or del IIJ-UNAM @AstudilloC­esar

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