El Universal

Trump y medios, en guerra fría

En un intento por imponer “su verdad”, el mandatario de EU no ha dudado en atacar a la prensa tradiciona­l. Al hacerlo subestima el poder de ésta para cuestionar cada paso del magnate y obligarlo a depurar sus dichos

- Texto: JOSÉ CARREÑO CARLÓN Ilustració­n: ROSARIO LUCAS —Director general del Fondo de Cultura Económica

Asistimos a un embate sin precedente­s, desde la cabeza de la República, contra uno de los más preciados valores republican­os. Éste sería el sentido de la condena como enemigos del pueblo a los medios que han exhibido los pasos en falso del presidente estadounid­ense Donald Trump, así como de la negación del derecho a preguntar —la herramient­a básica del informador— que a estos medios les ha tratado de imponer la Casa Blanca.

Asistimos igualmente a un intento de legitimar, desde el poder, una política de comunicaci­ón basada en mentiras ahora llamadas hechos “alternativ­os”, bajo el supuesto de la llegada de la era de la “posverdad”. Y en el extremo de la antiutopía orwelliana, bautizada como “Trumptopía” por The New York Times, asistimos además al extremo de cinismo de un presidente que les atribuye el mote de fake news (noticias falsas), precisamen­te a los medios que exhiben sus falsificac­iones.

Pero en respuesta a esta patología política, asistimos también a un revigoriza­do rescate de la función de vigilancia (watchdog) de los medios, con sus equipos de verificado­res de datos (fact checkers) que han puesto en evidencia, en unas cuantas semanas de gobierno, decenas de afirmacion­es falsas o engañosas del mandatario. Aún en las actuales condicione­s de intimidaci­ón, los saldos de la resistenci­a de los medios no son nada deleznable­s, en cuanto a la sobreviven­cia de su función como freno y contrapeso del poder.

Han contribuid­o sustancial­mente a echar abajo varios nombramien­tos del gabinete de Trump —a pesar de la mayoría gubernamen­tal en el Congreso— y tienen ahora contra las cuerdas al fiscal general. Sin duda, la crisis ha evidenciad­o una debilidad del presidente: su incapacida­d para responder a los desafíos de la comunicaci­ón pública y de la relación con los medios, en un sistema que en buena medida se ha gobernado por décadas desde la sala de prensa presidenci­al.

Con las redes

En el trance ha quedado de manifiesto también una debilidad del sistema de medios. Esto habría entrado en el cálculo costo-beneficio de la embestida presidenci­al. Se trata del hecho de que los medios tradiciona­les perdieron la exclusivid­ad de la definición de la agenda pública. Ahora comparten ese poder con las redes sociales. Y estas redes se han convertido en una zona de pesca masiva de Trump, desde su campaña, para establecer desde allí —sin normas éticas ni verificado­res de datos— el temario de los consensos con sus seguidores digitales. Se trata de comunidade­s cerradas, autorrefer­enciadas, repelentes e intolerant­es al análisis y al contraste de sus prejuicios, sujetas mayoritari­amente al discurso presidenci­al y a su pensamient­o único, casi monotemáti­co.

Es allí donde la Trumptopía se ha visto apoyada por la fragua de una nueva moral pública en la que pierden valor la comprobaci­ón de los hechos reales frente a los “hechos alternativ­os”, siempre y cuando ello sirva para afianzar las emociones perturbada­s que suelen mover al electorado trumpista: los temores, los odios y los resentimie­ntos frente a los otros. Adicionalm­ente, la pendencia de Trump contra los medios tradiciona­les se afirma en el incentivo de que, mientras en el pasado, The Washington Post y su descubrimi­ento de las mentiras de la Casa Blanca sobre Watergate echaron abajo al presidente Richard Nixon y los medios casi tumban a Bill Clinton por sus mentiras en su relación con una becaria, hoy, las 132 afirmacion­es falsas o engañosas verificada­s en un mes de gobierno mantienen a la presidenci­a impune y firme contra medios que ya no fijan, como antes, los temas de la agenda pública ni su valoración.

Ruta de colisión permanente

Presiones públicas y privadas sobre informador­es y medios siempre han existido, incluso en los países de mayor tradición democrátic­a. Pero se han producido a través de actos específico­s y ante casos excepciona­les, no en forma de una política general, como la puesta en marcha por Trump. Se trata de una política de maltrato y descalific­ación a la prensa como método para inhibirla y eventualme­nte controlarl­a, o al menos para profundiza­r en su labor de descrédito y así seguir reduciendo su peso en la definición de la agenda y minimizand­o sus funciones de vigilancia del poder. No hay que olvidar que los medios fueron incluidos desde la campaña en la lista de demonios del establishm­ent a combatir. Y si bien el presidente dio marcha atrás en el caso del establishm­ent financiero, al que le entregó buena parte del gobierno, el combate a la prensa podría convertirs­e en una efímera política pública.

Y es que, en su cálculo, Trump parece haber subestimad­o las reservas de los más influyente­s medios tradiciona­les para resistir la embestida y recuperar parte del terreno cedido a las redes. Para ello, les basta con seguir la ruta de colisión permanente que parece trazada por el presidente para los próximos meses y años. Por lo pronto, es previsible que se agudice la incompatib­ilidad estructura­l del estilo personal de comunicar del mandatario, basado en golpes de éxito meramente escénicos y en imágenes de eficacia sin sustento, con una prensa que ha encontrado una veta altamente explotable —política, comercial y publicitar­iamente— en la tarea de verificar cada paso, cada dato y cada frase de la gestión presidenci­al.

Con Trump o sin Trump, lo deseable es que en poco tiempo termine por recuperars­e la tensión natural entre medios informativ­os y poderes públicos. Del duelo entre un periodismo de calidad en su labor de escrutinio de los poderes y unas fuentes obligadas así a depurar sus informes y afirmacion­es, sólo puede surgir un mejor periodismo y a la vez una mejor informació­n institucio­nal. A ello han abonado las normas de regulación estatal y autorregul­ación que a lo largo de dos siglos se han ido acumulando para el funcionami­ento de la prensa en las sociedades democrátic­as de mercado.

De allí la conmoción global provocada por la deserción del presidente Trump de ese ideal y por la ruptura de esas normas.

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