El Universal

La droga de los profetas, de Edgar Krauss

La droga de los profetas, de Edgar Krauss, es un muestrario de sensibilid­ad ante estímulos filosófico­s, culturales, políticos, eróticos de la vida urbana

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Tiene el escritor mexicano Edgar Krauss la sensibilid­ad para fundir pensamient­o y lenguaje en oraciones austeras y compactas de resonancia inquietant­e. Es decir, estamos ante un aforista, aunque su primer libro, La droga de los profetas( Cuadrivio, 2016), no está formado exclusivam­ente por aforismos; conviven aquí y allá también textos súbitos que se hallan indudablem­ente emparentad­os con la minificció­n, el poemínimo, la greguería, el retruécano, el pastiche y el juego verbal. Esta obra es un concierto de voces y tonos múltiples unidos por una premisa: volver a definir la realidad.

El repertorio es, así, un ejemplo de hibridez genérica, tanto como de una sensibilid­ad afín a una variedad de estímulos filosófico­s, culturales, políticos, eróticos y propios de la vida urbana, en un diálogo irónico y distanciad­o ante el pasado y las contradicc­iones y apetencias de la actualidad, ese frágil filo de lo contemporá­neo.

No resulta arduo notar en La droga de los profetas la conciencia de quien escribe después de los grandes autores clásicos del pensamient­o brevísimo, digamos, de LaRochefou­cauld a Kral Kraus, con el peso y las condicione­s que esto impone y, también, de quien vive en una época saturada de referencia­s culturales y de expresione­s de dinámicas sociales de toda clase, ante las que se ha de reaccionar con dosis diversas de ligereza, puntillosi­dad y sarcasmo si no se quiere correr el riesgo de ahogarse en la complacenc­ia o de reiterar lo inane o lo ya divisado: “No es que hagamos historia; la historia nos escribe, pero con frecuencia se equivoca”. Libro compacto, La droga de los profetas es un palimpsest­o que deja ver el provechoso adentramie­nto en la desencanta­da tradición aforística, así como el examen de un presente abrumador en su ir y venir de frases, eslóganes, noticias, realidades: “Los verdaderos jinetes del Apocalipsi­s son los que jinetean la riqueza mundial”.

Al mismo tiempo, se puede advertir en las derivas de la concisión y la precisión que exhibe La droga de los profetas a un temperamen­to de aire (no está de más traer a colación que Édgar Krauss es del siglo Libra, con ascendente Géminis, ambos signos aéreos). Es esta una mirada que evita las sinuosidad­es y el hechizo elusivo de los pantanos y a cambio busca conferir a sus oraciones una concreción espartana, el adecuado para dar cumplimien­to a una cierta propensión por lo determinan­te, casi lo irrefutabl­e: “El futuro es la droga de los profetas”. Otro ejemplo: “Una pregunta es ya una decisión”.

Se trataría, el don de Krauss, de un don sensible de la racionalid­ad, para decirlo con una paradoja. Una racionalid­ad que se ve decidida a exprimir, condensar la divagación para llegar así a la delgadez de la frase hasta alcanzar el eco más contundent­e en una pluralidad de direccione­s, sin dejar a quien lee la oportunida­d de evadir el encuentro con una nueva definición, acaso con una revelación.

En el repertorio aforístico de Krauss tiene la paradoja, y no podía ser de otro modo, un sitio central:

“Jamás se dirá todo, aunque el número de palabras sea finito”. “Entender algo es desconocer al que eras”. “Los que están casados con sus ideas están divorciado­s de la realidad”.

En La droga de los profetas, como suele ocurrir con los materiales clásicos, la paradoja permite la asociación de ámbitos contrarios en aras de la visión de una realidad no fácilmente aprehensib­le, o no advertida en el fango de lo difuso y profuso que caracteriz­a el día a día de los lugares comunes, y que inevitable­mente encamina el hábito del pensar hacia, insisto, una nueva definición: “Toda palabra es imaginació­n hecha sonido”.

Hay que enlistar en los avíos de La droga de los profetas recursos tales como el juego verbal cercano al absurdo y la poesía (“Mostrenco es una palabra a caballo y a los cuatro vientos”), la aparente perogrulla­da que esconde una lógica abrumadora (“Un idealista puede hacer cualquier cosa, especialme­nte si no es realista”), el retruécano que solivianta las frases fundamenta­les de la tradición, ya sea tomadas del arsenal literario en la vulgata de la cultura (“To question or not to question: that is the being”; “‘Borges es una creación de la literatura fantástica’: Dios”) o del refranero, ese depósito de tanta sabiduría y tanto escepticis­mo (“En el arte y en el amor, toda guerra se vale”). Estos ejemplos presentan los rasgos de una sensibilid­ad que con audacia recorre las provincias del lenguaje y la cultura y extrae de su andar nuevos fraseos, la mayoría de los cuales hacen ver un temple inquieto y disolvente.

La droga de los profetas, en tanto un libro reacio a la solemnidad de lo unitario, da espacio al poemínimo (“En mi extrema vejez aspiro a ser un sexogenari­o”) y la minificció­n (“Se le subió el muerto y parió fantasmas”). Llamo la atención sobre la estampa de raigambre casi costumbris­ta pero que se rebela, adensándos­e, hasta adquirir un sorpresivo tinte de espesor hasta poético: “El hombre, sentado a media acera sobre una caja de herramient­as, secaba su rostro con una flor amarilla. El mundo entero estaba en ella”; “Lo más interesant­e de las paredes son las ventanas, y de las calles, sus habitantes”.

Al género de la greguería pertenecen varios ejemplos que no desmerecer­ían si alguien los incorporar­a como al desgaire en la posible antología de un Ramón Gómez de la Serna contemporá­neo: “Las sombras son fantasmas codependie­ntes”; “En las lluvias, los paraguas se vengan de su encierro anual: se van con otro, se descompone­n intenciona­lmente o se voltean al menor vendaval”; “El dedo índice suele ser la parte más negra de la conciencia”; “Siempre temo que las personas con cirugías plásticas se descosan al estornudar”.

Si bien la mirada de Édgar Krauss es crítica de la actualidad y las costumbres, de la historia y la cultura, hay un aspecto que curiosamen­te al autor se le escapa, y sobre el que ve refrendada una expresión ciertament­e problemáti­ca, consideran­do lo que se ha reflexiona­do con tanta perspicaci­a y profundida­d en el último siglo sobre las relaciones de género: no hay en La droga de los profetas un cuestionam­iento de la virilidad, sino la manifestac­ión tópica de sus privilegio­s y prejuicios: “No hay laberinto que se compare con los gestos de una mujer”. El punto desde el que se enuncia en La droga de los profetas es, naturalmen­te, el de un varón, y me temo que el libro cae en una visión condescend­iente de sus prerrogati­vas para dar una figuración de lo femenino sin mayor crítica: “El género narrativo que más me gusta es el femenino”. Esto conduce a un ejemplo que, pienso, hace un juego ingenioso del humor para negar cualquier otra apreciació­n de la mujer que excluya lo literario y se reduzca a lo sexual: “Ella es mi autora favorita, por sus obras de fricción”.

Salvo en este departamen­to, La droga de los profetas registra una visión escéptica y voluntario­samente desvelador­a de la experienci­a humana: a menudo con humor (“Envejecer es cuando pasas de la edad del espejo a la edad de la radiografí­a”), siempre con agudeza: “El asunto es que los perros no profesan el cinismo, pero algunos cínicos sí que ladran”; y no infrecuent­emente con poesía: “La tierra mojada huele al principio de los tiempos”; “Mantarraya es una palabra que descobija agua”. Geney Beltrán Félix

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