Neruda, de Pablo Larraín
ultramaquillado revolucionario islámico Lawrence de Arabia, y termina transformado por los retos al extremo sostenidos de su aventura persecutoria y reinventado por ella en pos de una libertad popular cuanto simbólica y emblemática narcisista, del más inteligente culto a sí mismo y al poder lírico, tras recitar por enésima vez con estudiadísima voz transida de fingido poeta perpetuamente intimista cual incipiente joven romanticón las mismas inagotables líneas consabidas (“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”), desechar las abiertas tentaciones procreadoras de su ofrecida esposa adorada (“Vení, hacéme un hijo”), haberse ido varias veces a embriagar de putas al burdel de calenturienta atmósfera rojiza, abrazar conmovedoramente inerme a la mendiga callejera del puerto, ser delante de la fiestera concurrencia besado en la boca por una militante comunista escuálidamente lastimosa, y por encima de todo, jugar al gato y el ratón con su tenaz perseguidor, para desconcertarlo y gozar escurriéndosele, al aplicar tácticas inspiradas por su inveterada afición confesa a los clásicos o subnovelísticos libros policíacos de la colección Séptimo Círculo, más que por la poesía inefable en sí, pero para alimentar y darle respiración artificial y aliento a ésta.
El encarnizamiento poético se ejerce básica, crucial e inesperadamente como una cacería enconada y recíproca del perseguidor y el perseguido, cual si se tratara de una ficción patafísica y metapsicológica factualmente borgeana del héroe y el traidor, o una traslación de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, en la que tanto el uno como el otro se necesitan de modo primordial, eminente e inminente, porque domina y se impone el ultraliterario monólogo arrasante del hediondo Olivier, vástago acomplejado del aplastante ya estatuario exjefe policiaco del mismo apelativo, y cuya grandilocuentemente pomposa narración en off usurpa, secuestra, guía y torna rocambolescamente lúcida (“Soy un hijo de infección venérea”) la persecución en sí y la intrigante trama por partida doble peliculesca en su conjunto, porque como de costumbre en Larraín, siguiendo al Brecht-Lang de Los verdugos también mueren (43), aquí no hay seres ni beatamente malos malignamente buenos, sino criaturas inteligentes apabulladas por sus intereses, como ese cachondo Neruda fungiendo como prepotente demiurgo para detentar el rol protagónico (“Tranquilo bebé”, profería la esposa) y ese Olivier en explícita y desesperada lucha por no ser mero personaje secundario.
El encarnizamiento poético ha logrado contagiar en todo momento a la forma creadora y mutuo soporte único de la película misma, la nerviosamente atmosférica fotografía de Sergio Armstrong, la alternativamente disociadora y fusionante edición de Hervé Schneid, el fabulosamente realista diseño de producción de Estefanía Larraín, más la solemne y sarcástica música de Federico Musid con una ayudadita de Grieg/Mendelsohn/Penderecki.
Y el encarnizamiento poético reproduce, glosa y burla de mitologizante manera las circunstancias reales y apremiantes que dieron origen al Canto general (publicado hasta 1950), la monumental obra maestra de Neruda (junto con las deslumbrantes Tres residencias en la tierra de 1934-1947), el extenso poema todoabarcador y la ironía de sus motivaciones sociales (“El sufrimiento del pobre me inspira”), su rescate por correo al extranjero y su grandeza insigne, no copia exacta sino traslación cósmica de una esencial cacería humana (“Sueño con él, sueño conmigo”).