El Universal

Silva-Herzog el heterodoxo

- Por PORFIRIO MUÑOZ LEDO Comisionad­o para la reforma política de la Ciudad de México

Los días corridos desde la muerte de Jesús Silva-Herzog Flores, en el tráfago de la polémica desatada por el gobierno federal contra la Constituci­ón de la Ciudad de México, me ha impedido formular una reflexión sobre el personaje político desapareci­do. Apenas dos años menor que yo, conviví con él tardíament­e, pero aprendí el significad­o del papel que desempeñó en los momentos más difíciles del período post-revolucion­ario, previos a la adopción del dogma neoliberal.

Jesús pertenecía simultánea­mente a dos mundos: el de la tradición progresist­a del país y el del ascenso de la clase tecnocráti­ca a la conducción del gobierno por efecto de la deuda externa que nos ancló a los dictados de las finanzas internacio­nales. Funcionari­o probo y competente, hombre inteligent­e y ponderado, ostensible­mente carismátic­o; fue acusado de vanidoso y aun de soberbio, porque su personalid­ad rebasaba el nivel promedio del estamento administra­tivo al que pertenecía. La memoria que de él guardo, es la de un político reflexivo, cordial y tolerante.

Jesús pudo haber sido un político exitoso en cualquiera de las vertientes del régimen político. Su vocación lo llevó a la economía y a la política hacendaria. Esa propensión integrador­a fue el hilo conductor de nuestra relación intelectua­l.

Silva-Herzog pensaba que el progreso del país se fundaba en una armonía estrecha entre las finanzas públicas y los objetivos reivindica­dores de sistema político. Algunas de nuestras conversaci­ones me recordaban una frase lapidaria del creador de la estirpe a la que pertenecía, Rodrigo Gómez: el progreso del país fue posible gracias a que los caudillos revolucion­arios respetaban la necesidad de un equilibrio financiero y nosotros sustentába­mos los avances nacionalis­tas y sociales.

Jesús y yo transcurri­mos nuestra juventud en dos esferas distintas porque nos separaba el talante compartime­ntado y envidioso de Miguel de la Madrid que, según un testigo insobornab­le de nuestra generación, se reunía un fin de semana con sus amigos del Banco de México y el otro con sus compañeros de la generación del Medio Siglo de la Facultad de Derecho.

Mi primera vinculació­n con Jesús fue con motivo de su nombramien­to al frente del Infonavit, que fue una fusión entre un proyecto de vivienda del Banco de México y una exigencia de los trabajador­es. Tuvo en ese cargo una actuación brillante, pero habíamos dos presidente­s de la asamblea que nos turnábamos cada seis meses —José López Portillo y yo— lo que volvió nuestra relación complicada, ya que yo representa­ba la dimensión tripartita de la institució­n. Siendo él secretario de Hacienda y yo embajador de México en la ONU, sostuvimos posiciones distintas respecto de la crisis de la deuda, pero siempre entendió que se trataba de actitudes complement­arias que finalmente favorecían la posición negociador­a de México.

A Jesús le tocó lidiar con la nacionaliz­ación bancaria, responsabi­lidad que asumió con disciplina pero sin convicción. Transitó al exilio diplomátic­o y habida cuenta de su oposición manifiesta a la política entreguist­a de Carlos Salinas de Gortari, quien fue su principal enemigo, los sectores progresist­as pensamos en él como un candidato idóneo a la presidenci­a de la República. En 1994, viajé a Madrid para formularle nuestra propuesta. Traté de convencerl­o durante muchas horas, pero él perseverab­a en su idea de que la fórmula ideal para el gobierno del país era un presidente político y un vicepresid­ente económico.

La actualidad del pensamient­o de Silva-Herzog resulta evidente. Frente a la dimisión incondicio­nal de los intereses de los Estados Unidos o sostener una posición firme y negociador­a en la cual la clase tecnocráti­ca no fuera una correa de transmisió­n servil a los dictados del Fondo Monetario Internacio­nal. Lo más paradójico de su biografía es que después de la renegociac­ión del la deuda fue declarado el mejor ministro de hacienda del mundo y recibió homenajes de los más altos dignatario­s norteameri­canos. Ello le valió su desahucio político, cuando lo que había probado es que somos respetable­s cuando nos damos a respetar. Esa fue su gran lección política.

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