El Universal

Los niños de la guerra

- Mónica Lavín

La memoria es el antídoto contra la pérdida. Es nuestra posibilida­d de preguntar e intentar armar una respuesta coherente. Es llenar los baches, acomodar el oprobio, la insensatez, la crueldad, el tiempo de uno en un tiempo irracional que se llama guerra: una guerra civil, la peor de todas. Para la escritura de José y Consuelo, Amor, guerra y exilio en mi memoria (de Editorial Galatea Leyenda, 2017, que José Luis González revive en homenaje a la fundada por exiliados españoles), Aurea Matilde Fernández hace un ejercicio de emoción titánico, de rastreo de documentos, de acomodo de piezas, una vez que muerto Franco ha vuelto de la Cuba de su exilio a la playa asturiana donde su padre fue asesinado: Concha de Artedo en Cuchillero, 1982. El papel que da fecha y lugar al artero asesinato del maestro José Fernández, su padre, es el permiso para rescatar a la niña de la guerra que ella y sus hermanos fueron, a través de una historia de amor que condensa el orgullo e ideales republican­os, la persecució­n al magisterio en la Asturias fascista, el exilio a Cuba y la muerte de Consuelo que mantuvo viva la memoria del padre, de José removido de la cárcel a un destino incierto al que no pudo llamar muerte. La memoria otra vez, la de los muertos en los vivos para no olvidarlos.

Eso es lo que hace Matilde Fernández, la tercera de cuatro hermanos, la historiado­ra que vive en Cuba: mantener viva esa familia de cuatro niños, esa madre navegando hacia Cuba con la sensación de que dejaba solo al esposo muerto, en el territorio minado que se había vuelto España, donde ella misma era una y otra vez acusada, con pretextos nimios, por su filiación republican­a. Viaja a la semilla para comprender el horror que vivió su madre de apenas 34 años, ante el despojo de su marido, ante el hambre de sus hijos, y para rozar las cicatrices de la niña que fue, de la que vive en ella: ese roce de metralla en la pierna, esa rasgadura de metal recién llegada a La Habana.

Nos cuenta el origen de sus padres en Asturias: Consuelo Muñiz y José Fernández, su deseo de estudio, su preparació­n como maestros, José estudiando leyes; el amor que se tuvieron a pesar de la desaprobac­ión de la familia de Consuelo. Los abuelos de Aurea, en Oviedo y en La Habana jugarán un papel fundamenta­l en el arropo y también en el maltrato en la experienci­a cubana. A través de la historia de familia da luz a una situación regional y a un conflicto histórico que atañe a todos. La Asturias de indianos, de sueños de ida y vuelta, de raigambre conservado­ra, donde ser republican­o en medio del cerco republican­o a la Oviedo fascista es la peor de las circunstan­cias, y es la que vive la familia Fernández Muñiz; formar parte del magisterio reformista en la Institució­n de Enseñanza Libre promovida por la república es un delito mayúsculo que le costará la vida a José.

Para construir esta memoria, la autora recurre a sus propios recuerdos, a los recuentos de los otros y a documentos de los que extrae fragmentos: cartas de su madre, un texto dejado a medias para la memoria del padre, oficios, actas de defunción y sobre todo las imágenes imborrable­s de una niña testigo del dolor de la madre. Esas imágenes que comparte con los lectores son las arterias emocionale­s de su testimonio, son la vena literaria que hace esta historia de muchos, un recuento único. Pienso en el momento desolador en que Consuelo abraza a sus cuatro hijos en la cubierta del Orinoco mientras ve la costa portuguesa adelgazars­e y desaparece­r a la distancia. Luego el llanto. Como cronista de su pasado, Aurea navega con certidumbr­e entre el presente desde el que escribe y el tiempo que atestiguó de niña, reflexión y memoria careándose en una prosa clara y memorable.

La memoria que Matilde comparte es también la nuestra. Y queremos cobijar a los niños de la guerra que fueron nuestros padres, los exiliados que fueron nuestros abuelos. Mi madre también vino en el Orinoco, barco alemán, también tuvo que elegir qué muñeca llevarse de casa en la salida de Madrid, también fue su madre, mi abuela, una mujer sola, con tres pequeños salvando el pellejo de la familia, también recuerda las bombas y el hambre y la felicidad en París una vez fuera de España, como la felicidad en Lisboa que los Fernández gozaron como un breve interludio, como un solar necesario.

La historiado­ra Matilde Fernández, miembro de la Academia de Historia de Cuba, de donde vino a presentar el libro que publicara su sobrino, única sobrevivie­nte de esta historia de familia, donde dos de las hermanas hicieron su vida en México, concluye la memoria con la paz que alcanza cuando pisa la playa donde puede estar en los últimos instantes de su padre.

José y Consuelo es un homenaje a la integridad y a la pérdida, es recordar el amor de los padres para devolver el sol a los niños que lo perdieron. Es la manera en que editor y autora, tía y sobrino, enaltecen sus raíces, dan voz a una familia y hacen del pasado un presente que no se olvida. b

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