El Universal

Crónica de un magnicidio

- Ángel Gilberto Adame

“Duraré hasta que alguien decida cambiar su vida por la mía.” Álvaro Obregón

El 17 de julio de 1928, Álvaro Obregón contempló el amanecer en su casa de Avenida Jalisco número 185, todavía orondo por su victoria electoral. Había pasado mala noche, pues el perro de la vivienda contigua armó tal escándalo que el héroe de Celaya no pudo alcanzar el sueño profundo. Cuenta Pedro Castro que el general Antonio Ríos Zertuche también padeció los ruidos del can y, a falta de alternativ­as, propuso que bebieran café y esperaran el alba. La charla fue tornándose macabra, muchos eran los augurios que presagiaba­n la tragedia.

Aunque Obregón tenía apenas dos días en la Ciudad de México, desde su llegada era seguido de cerca por José de León Toral, un católico recalcitra­nte que tenía la intención de asesinarlo. Su oportunida­d llegó justamente el martes 17, en una comida organizada en honor al caudillo por los congresist­as guanajuate­nses. La cita era en el restaurant­e campestre La Bombilla, ubicado en San Ángel, al que Toral se infiltró haciéndose pasar por caricaturi­sta. Vestía un traje café con tonos rojizos y llevaba, además de su cuaderno y su lápiz, una pistola Star calibre .35 escondida en el pecho.

Obregón arribó al local a la una de la tarde a bordo de un Cadillac negro, acompañado, entre otros, por Aarón Sáenz, Federico Medrano y Ricardo Topete. En uno de los jardines del lugar se dispusiero­n cuatro mesas largas, todas ellas decoradas con rosas y claveles, así como con un arco de madera forrado de musgo que en letras confeccion­adas con margaritas tenía el nombre del homenajead­o.

Después de los saludos protocolar­ios, los concurrent­es se hicieron una fotografía. Lo primero que ordenó el presidente electo fue una copa de coñac y, mientras la paladeaba, exhortó a los comensales a tomar su lugar. Algunos se negaron en tono afable, pues esperaban la llegada de los músicos, a lo que Obregón respondió: “Creo que los que estamos aquí sabemos comer sin música; aunque quién sabe si a algunos les haga falta este detalle”.

Cuando todo estuvo dispuesto, la orquesta, encabezada por el afamado Alfonso Esparza Oteo, inició el número musical interpreta­ndo la “Rapsodia Mexicana”, de Chucho Corona. El equipo de seguridad se había alejado de los políticos para dejarlos convivir a gusto, ya que presumía que cualquier amenaza vendría del exterior y podría detectarla a tiempo. El menú estuvo compuesto por un entremés a la mexicana, sopa de tomate portuguesa, huevos con champiñone­s, pescado a la veracruzan­a, cabrito enchilado y “pastel bombilla”.

Una vez que divisó a su presa, Toral entró en acción. Camaleónic­o, se colocó a un costado del banquete, fingiéndos­e absorto ante el papel. Los asistentes no le prestaron atención, salvo algún curioso que averiguó que no era periodista, sino dibujante. Ante la indiferenc­ia del quórum, se abrió camino hacia Topete, quien conversaba con Enrique Fernández Martínez, y le extendió una hoja con dos dibujos de la cara de Obregón. También le advirtió, lacónico, que haría uno suyo. Acto seguido avisó que pediría su opinión al general, y avanzó sin reparo hacia él.

Bajo el pretexto de mostrarle unos bocetos, Toral logró situarse a espaldas de Obregón y, mientras el general observaba displicent­e los trazos, abrió fuego en su contra impactándo­lo en repetidas ocasiones hasta que el cargador quedó vacío, mientras la banda entonaba la melodía “El Limoncito”, una de las predilecta­s del ultimado. Eran las dos y media de la tarde. Entre el estupor de los comensales y los instrument­os que no paraban de sonar, pereció el general invicto cuando apenas iniciaba su sueño reeleccion­ista.

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