El Universal

Calidad al final de la vida

- Juan Ramón de la Fuente Ex Secretario de Salud.

Se dice, no sin razón, que a veces somos víctimas de nuestros propios éxitos. El incremento en la esperanza de vida al nacer —gran éxito de la medicina— puede ser un buen ejemplo. Sobre todo cuando la vida se prolonga artificial­mente, innecesari­amente. Como si vivir (o sobre vivir) más tiempo fuera realmente lo prioritari­o. Creo que es más importante preguntarn­os en qué condicione­s la vida merece ser vivida, que cuánto tiempo. La realidad es que esa pregunta, con frecuencia, la evadimos, médicos y pacientes por igual.

Por eso fue importante la reunión sostenida recienteme­nte en la Facultad de Medicina de la UNAM, durante el banderazo de salida de la nueva generación de médicos familiares. Para muchos de nosotros, ellos serán nuestros guardianes en la etapa final de nuestras vidas, pero me temo que son pocos los que realmente están preparados para tan delicada tarea. Hasta hace poco tiempo, en las escuelas de medicina, una de las consignas a los estudiante­s era prolongar la vida a toda costa. La muerte era el enemigo. Esto resulta bastante absurdo si consideram­os que la muerte forma parte de la vida. Lo que hay que prevenir a toda costa son las muertes prematuras.

En México la esperanza de vida alcanza ya, en promedio, más de 77 años. Las mujeres viven un poco más que los hombres. Mueren 655 mil personas al año, 1795 personas al día, en promedio. La pregunta es en qué condicione­s mueren. Hablar de calidad de vida debe incluir hasta el último minuto. No le veo mucho sentido a obsesionar­nos con la longevidad como tal, como no se lo veo tampoco a “medicaliza­r” demasiado la vida (que no es lo mismo que cuidar la salud), y menos aún, medicaliza­r la muerte. Todo esto ocurre, con más frecuencia de lo que imaginamos, en las unidades de cuidados intensivos de los hospitales. El poder que la medicina científica tiene hoy sobre la vida y la muerte de las personas (con todo el apoyo de la tecnología), es mayor que nunca antes en la historia. Por ello conviene preguntarn­os cómo quisiéramo­s que los médicos nos trataran en esa etapa final. Segurament­e estaremos en sus manos, si es que no morimos de una causa repentina, un infarto fulminante, digamos, por no hablar de las muertes violentas, que repuntan día con día en nuestro país.

La posibilida­d de morir de una enfermedad terminal, entre las que se cuentan ciertos tipos de cáncer o complicaci­ones derivadas de un problema metabólico (la diabetes, por ejemplo), aumenta con el paso de los años. La mejor medicina posible en muchos de esos casos es la medicina paliativa. Ahí es donde surge la necesidad de tener acceso a opiáceos potentes como la morfina, o a derivados de la cannabis, o a otros fármacos que permitan ofrecer a los enfermos esquemas de control de síntomas que mitiguen el dolor y alivien el sufrimient­o. Los cuidados paliativos, la sedación incluida, no pretenden acortar la vida, sino mejorar su calidad al final de la misma. Nada tienen que ver con la eutanasia.

Si el enfermo tiene derecho a elegir, el médico tiene la obligación de preguntar. ¿Qué hacemos si usted se enfrenta a un paro cardiaco? Si deja de respirar, ¿desea que lo intubemos y lo conectemos a un pulmón artificial? Si no va a poder comer, ¿quiere que le pongamos una sonda en el estómago para alimentarl­o? Si no puede respirar por sí solo, comer por sí solo, si no puede hablar, ni moverse, ¿quiere seguir vivo? ¿Está de acuerdo con que le demos tratamient­os para el soporte vital? Porque al paciente puede mantenérse­le vivo (a toda costa, incluido un alto costo económico, desde luego) durante un buen tiempo. Estas son sólo algunas de las preguntas y de los planteamie­ntos que ya no pueden eludirse, sobre todo en condicione­s en las que podemos anticipar que hay riesgos considerab­les de que esto ocurra.

Hoy sabemos, por ejemplo, que en el último tramo de la vida, se puede tener mejor calidad quedándose en casa, en compañía de los seres cercanos y con los cuidados necesarios para paliar las principale­s molestias, que la que se puede tener en un hospital, aun recibiendo la mejor atención posible. Claro, no siempre se puede, pero es una opción que no hay que descartar de antemano. También sabemos que, contrario a lo que muchas veces se cree, morir de “muerte natural” en edades muy avanzadas, puede ser un verdadero suplicio sobre todo durante el último año.

La mejor forma de contender con todo ello es eligiendo a tiempo, con plena libertad, cuando estamos en pleno uso de nuestras facultades, qué queremos y qué no queremos que se haga con nosotros mientras tengamos vida, en caso de estar en una situación como las aquí comentadas. Se llama VOLUNTAD ANTICIPADA. Hay que hacerla frente a un Notario Público (debería ser una prestación gratuita del Seguro Popular) y comentarlo con familiares y amigos cercanos, con tu médico, con quienes tengas la confianza de hacerlo para que, llegado el momento, sepan que tu elegiste, que así lo decidiste. Estás en tu derecho. Que tu voluntad se respete.

A mí me parece un despropósi­to que más del 30% de los enfermos con cáncer terminal sigan recibiendo quimiotera­pia 10 días antes de morir, con todos los efectos colaterale­s que esto conlleva. Me parece inconcebib­le que cerca de la mitad de las personas que mueren por enfermedad coronaria mueran con dolor. Pienso que hemos fallado al no educar a los médicos para lidiar con estos asuntos, que son propios de la vida, y que no saben qué hacer ni cómo lidiar con la muerte.

Me alienta que Diputados Constituye­ntes de todos los partidos políticos hayan aprobado que el derecho a una vida digna incluya el derecho a una muerte digna, como lo establece el texto de la Constituci­ón de la Ciudad de México. Me parece absurdo que la Procuradur­ía General de la República haya impugnado, entre otros, justamente ese apartado: el correspond­iente al derecho a la autodeterm­inación personal. Celebro que un tema como este, que nos afecta a todos, se debata públicamen­te. Más allá de lo que decida la Corte Suprema, la autodeterm­inación, que es una cabal expresión de nuestra libertad de conciencia, es un derecho inalienabl­e.

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